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En épocas de bonanza económica, por estas fechas, ya empezábamos a decir que se olía a Navidad. Veintitantos días no eran nada y la ilusión nos empujaba a soñar con entrañables momentos rodeados de luces y calor hogareño. Ahora y por mucho que intento alargar el cuello y afinar mi olfato como lobo en busca de presa, no me llega nada y no es que haya perdido el olfato, es que no se cuece nada o casi nada a la lumbre de las brasas de la ilusión. Estamos perdiendo tanto que ni la esperanza ni los sueños son capaces de emprender vuelos más allá del día siguiente. Me llegan, a lo sumo, olores a leña quemada y a humos indefinidos y mezclados en ellos, de tarde en tarde, el de algún arenque medio chamuscado. Y es que necesitamos que algo o alguien nos de un vuelco de pies a cabeza o que engrase la maquinaria de ese reloj que nos tiene cambiadas las horas y que hace que confundamos los cuartos con las medias. No me huele a Navidad ni a vísperas y diría que, hasta la hoja del calendario de este frío y lluvioso noviembre, se resiste a caer para evitarnos enfrentarnos con acontecimientos ya tristemente conocidos. Algunos ya han iluminado y adornado sus escaparates para ver si somos capaces de desplegar nuestras alas de mariposa y acudir hacia ellos. Otros, amparados en discutibles discursos ecologistas, apuestan por más oscuridad precisamente en unas fechas en las que todos necesitamos algo más de luz, que bastante oscuro está el panorama para que encima le quitemos bombillas.