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Aosta

Antes de dirigirnos a Aosta hacemos escala en Arona en pleno Lago Maggiore que, a pesar de su nombre, no es el más extenso de los lagos italianos, honor que corresponde al de Garda, más al este, cerca de Verona y del guardo un recuerdo imperecedero por sus contrastes paisajísticos, desde el suave y turístico sur hasta el norte escarpado y montañoso que termina en Trento, hermosa ciudad alpina a pesar de sus connotaciones eclesiástico-represivas.

Paseamos por la extraordinaria ribera urbana de Arona y también por la muy chic Vía Cavour, calle peatonal llena de tiendas al más puro estilo italiano, pero pronto nos adentramos en el hermosísimo Valle de Aosta con el Mont Blanc al fondo, un angosto pasadizo entre montañas, festoneado de albergues y chalés de recreo, paisajes que bien poco tienen que ver con los que están acostumbrado los prófugos de las fiestas de Gracia.

Aosta, ciudad a la que nos dirigíamos sin prejuicios, sólo como estación de descanso antes de Annecy, sorprende e impacta –dirían los guays–, por su escrupulosa conservación de los innumerables restos romanos, murallas, anfiteatros, portalones, combinado con callejuelas cul de sac típicamente árabes. Comemos, ya a punto del gong de los implacables horarios de estos lares, en un viejo albergue junto a uno de esos soportales romanos un magnífico guiso aostiano de carne al vino con polenta. De fumar después del cafelito ni hablemos: misión imposible.

Sorpresa mayúscula al pretender gozar de Aosta la nuit (el fosquet, más bien): del bullicio de apenas un par de horas antes no queda nada. La ciudad parece en paro respiratorio y nos las vemos y deseamos para encontrar un mínimo ambiente para cenar. Al final encontramos un local regentado por jóvenes emprendedores donde tomar un reparador carpaccio.

Annecy

Once kilómetros, once de túnel para atravesar el macizo del Mont Blanc. Continuas indicaciones (mínimo 50 km/h, máximo 70), escrupulosa distancia de seguridad entre vehículos, una emisora de FM dando continua y cumplida información de la vida en el túnel, pero ahí dentro uno empieza a oír ruidos alarmantes y no digo nada si un tubo de escape expele una humareda…

Al poco rato entramos en Annecy, última etapa del viaje, dulce recuerdo de diez años atrás en las mismas fechas, espléndido refrendo del mismo paraíso a pesar del innegable carácter de postal turística de su casco antiguo, centrado alrededor del singular edificio, un antiguo presidio con forma de proa de barco, que parece retozar entre canales y cisnes, y en el que el trajín de visitantes es copioso e incesante, tanto como el trasiego de fondues en los restaurantes.

Pero Annecy es fundamentalmente su portentoso lago, accesible en sus catorce kilómetros de perímetro, rodeado de montañas salpicadas de parapentes y festoneado de playitas, calas, pueblos, también de postal, como el de Talloires, que se recorre en un par de horas hasta llegar a Annecy Le Vieux, zona residencial con muy buenos restaurantes en los que reponer fuerzas (con una fastuosa andouillette, si uno se atreve con tan singular embutido a caballo entre el freixurat y el botillo leonés).

Pero si algo permanece indeleble de Annecy es el paseo vespertino por la avenida de Albigny en la ribera del lago, bajo los plátanos centenarios, que sigue dando fe de elegancia, paz y vida cadenciosa. Allí, sentados ante lo que llaman la dame blanche, que conforman las últimas estribaciones montañosas al fondo del lago, observamos los pechos de la pétrea señora, una especie de penya de l'indio en plan erótico, y la vida parece detenerse. Es allí cuando el viaje adquiere todo su sentido, y por fin sobreviene el olvido de tanta farándula, exceso, nimiedad, frenesí. Allí, sin tiendas, sin comercios, sin bares, sin turistas (sólo nativos y un par de intrusos menorquines), sin musiquillas ambientales, ¡sin ruido! Es cuando el viajero se siente realizado.

En la vuelta aérea, vía Ginebra, esta vez son "causas operativas" las que nos obligan a batir el récord de velocidad en pasillos aeroportuarios en la inacabable T4 para enlazar con Menorca, en cuya punta Este ya han desaparecido los ecos equino-alcohólicos de las fiestas. ¡Idò!