Somos de naturaleza contradictoria, debatirse entre lo bueno y lo malo es la constante del ser humano, y mantener en la práctica la coherencia con las ideas que uno proclama es una misión difícil y complicada. No conozco todavía excepciones a esa regla, desde luego no en el terreno político, pero tampoco en nuestros actos cotidianos, y menos cuando el desarrollo tecnológico y el ritmo del consumo nos impone como necesidad lo que años antes era perfectamente prescindible.
La reflexión surge a raíz de dos informaciones que se han sucedido esta semana. Según las estadísticas, más del 70 por ciento de los niños baleares de entre 10 a 15 años tiene teléfono móvil, superando la media española. Muchos de esos escolares acuden a uno de los centros que impulsan la educación ambiental, una iniciativa encomiable y reconocida por el Govern en un acto reciente en el que los chavales, con los móviles apagados, escucharon absortos la charla del primatólogo y director del Instituto Jane Goodall en España, Federico Bogdanowicz. Supieron así de la campaña de reciclaje de móviles que promueve esta entidad y de la minería ilegal en África, en la que se explota y mueren niños como ellos, para extraer el coltán necesarios para nuestros teléfonos, ordenadores portátiles y videoconsolas. Paradojas.
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