En otoño los árboles le dan permiso a sus hojas para que puedan volar como mariposas.
José Mª Pons Muñoz
El otoño es mi estación favorita, la época del año que aprovecho siempre para viajar, se encuentra uno menos gente y por ende mejores precios, pero sobre todo no va uno por algunos lugares como "los piojos en costura" y por añadidura todo ese sofoco de un mes de julio- agosto, que uno va como los pardales, con la boca abierta, sudando lo que no digan dueñas.
El otoño, si viene otoñal, es una estación del año preciosa, pero puede tener también sus quiebras si se pone invernizo o le da por llover y no lo deja, lo que tampoco es una meteorología amable para salir por ahí a darse una vuelta, que en mi caso suele ser de fijo acercarme por los Picos de Europa para no perderme el certamen de los quesos de la zona, al que llevo ya varios años asistiendo. Terminado el concurso de los quesos, me organizo la geografía a visitar a lo ancho y a lo largo de la costa cantábrica, atento particularmente a su paisaje, su paisanaje y su gastronomía.
En otoño se alfombran los suelos del sotobosque con las hojas de los árboles caducifolios. Nada más llegar los primeros fríos, a los árboles les entra una alopecia fulminante que les deja con sus ramas desnudas para desesperación de los barrenderos que tienen que ir recogiendo el vestido vegetal. Los poetas ponen a prueba su ingenio puliendo la métrica de sus versos aunque hoy en día, en el naufragio modernista en el que naufragan tantas cosas, la poesía también hace aguas porque los poetas han dejado la disciplina de su decir de antaño. Hoy creen que les basta con algo así como: "la hoja quería volar y no volaba, la hoja quería ser mariposa y no lo era, y cuando en otoño por fin voló…fue porque ya estaba muerta".
No vayamos a decir que no es bonito, porque bonito sí que es, pero le falta la rima, la métrica gramatical, la perfeccionista disciplina del dominio en el lenguaje al expresarse. Hoy decimos que es poesía lo que se redacta con elegancia. ¡Hay que ver a donde hemos llegado!
El otoño tiene para mí otros atractivos. Quizá el más importante sean sus posibilidades gastronómicas, que suelen mostrarse esplendorosas.
Para cuando la primeras lluvias otoñales empapan la hojarasca del sotobosque, creándose unas condiciones óptimas, aparecen los primeros níscalos, "esclatasangs". Toda esa variedad de lactarius comestibles, sobre todo el lactarius sanguifluus, ¿cómo se puede mejorar unos "esclatasangs amb sobrassada as caliu"? Claro que, para los paladares exquisitos, experimentados en la micogastronomía, los "esclatasangs" quedarán muy orillados de otras delicatesen que ofrece el otoño de las setas y los hongos, como por ejemplo el matacandil (Caprinu comatus) o la Clitocybe cartilaginosa, hasta llegar a la perfumada e inigualable trufa.
En la otoñada, da comienzo la temporada de caza. Hoy por hoy, una de las más genuinas posibilidades para disfrutar de una gastronomía tan pura y antigua como esa necesidad de comer que nos acompaña desde el punto y hora en que el ser humano tuvo que empezar a cazar para poder comer algo distinto a frutos y raíces. Además la carne de caza, a su peculiar y montaraz sabor, lleva aparejado ser quizá la única carne que no tiene en su engorde ninguna manipulación que la desvirtúe. Nunca se le va a llenar de agua una sartén con un filete de jabalí o de lomo de corzo, con una becada o con una perdiz.
En los mejores restaurantes se compite para ofrecer las tradicionales recetas con carne de caza y para un gastrónomo en ejercicio, ese es un acontecimiento realmente lúdico.
La cocina de la carne, tengo para mí que es el arte de camuflar cadáveres, pero uno no puede sentarse ante un plato con una perfumada y preciosa becada pensando en esas pueriles filosofías, si no en la disyuntiva no pequeña de no errar con el vino que queremos que nos sirvan para que becada y vino vayan de la mano y no lanzándose pullas de mal matrimonio.
El otoño es la estación del año en que uno vuelve una y otra vez por donde solía, al calorcillo hogareño de unas troncas de encina chisporroteando en la chimenea mientras leemos un buen libro y saboreamos una copa de un buen coñac o visualizamos por la pantalla del televisor aquella grabación de vídeo de cuando estuvimos hurtándoles, clandestinos, la intimidad a una jabalina hozando zumillos, acompañada de una prole de rayones, escondido el naturalista como un raposo dentro de un camuflado escondite al que los recién llegados de ahora les ha dado por llamar hide.
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