Fue sorteando, en "Gràcia", todas las calles por las que habían deambulado juntos, todos los bares, todos los portales… Ella, al igual que él, evitaba el reencuentro. Las heridas seguían sangrando… El marco –un Maó bullicioso, vestido de prematuro carnaval- dolía. Él pasó por "Rector Mort" tres minutos antes de que lo hiciera ella. Ella se ocultó en una mesa desasistida de "La Morada" cuatro minutos después de que él saliera. Furtivos, oteaban el horizonte antes de dar cualquier paso… Buscaban, en paralelo, sus rostros entre la multitud, para evitarlos. La ausencia adquiría volumen. Pero asedaba.
La ruptura, tras diez años, había sido dura. Ambos habían pactado –único pacto– su carácter irreversible. Él entró a hurtadillas en el primer Jaleo por la calle Isabel II siete minutos después de que lo hiciera ella. Ella se sentó, desolada, en un portal de la calle del Rosario dos minutos después de que él hubiera vagado, con el dolor a cuestas, por esa misma calle… Él bebió pomada tras pomada, rehuyendo amistades comunes, consejos estériles, palabras, yermas, de consuelo… Ella apretaba entre sus dedos temblorosos el cigarrillo que procreaba y se eternizaba… Él casi la rozó junto al "Bar Andalucia". No se percataron de lo ocurrido.
¿Cómo había empezado todo? No lo sabía él. No lo sabía ella. La noche avanzaba y la herida seguía sangrando. La felicidad ajena dolía desde la amargura propia. Finalizó el Jaleo. El amor se personificaba en parejas de adolecentes que se asomaban a la vida; en padres que empujaban, con penuria, carritos de recién nacidos en "Sa Costa de sa Plaça"… Él se derrumbó en un banco de la Explanada. Ella encendió su enésimo cigarrillo a escasos doscientos metros… Al unísono –y sin saberlo– marcaron el número del móvil del otro, pero pulsaron –también al unísono y finalmente– la roja tecla, errónea… Él se precipitó en "La Tropical" para ocultarse de unos conocidos. Ella estaba, en ese momento, en los servicios del restaurante… El primer día de les "Festes de la Mare de Déu de Gràcia" entraba en coma… Él emprendió, finalmente, el camino de regreso a su casa, zigzagueando la Avenida Menorca en el preciso instante en el que ella dejaba jirones de carne por la feria…
Inexplicablemente él recordó unos versos de Bécquer aprendidos en las aulas perdidas. Y los recitó con la semiclaridad de los borrachos: "Asomaba a sus ojos una lágrima / y a mis labios una frase de perdón;/ habló el orgullo y se enjugó su llanto,/ y la frase en mis labios expiró. / Yo voy por un camino; ella, por otro;/ pero, al pensar en nuestro mutuo amor, / yo digo aún: —¿Por qué callé aquel día? / Y ella dirá: —¿Por qué no lloré yo?".
¡UF! Se detuvo en el bar "Picasso". Ingirió su última "pomada". Se auto-insultó llamándose imbécil. Salió a la calle. Marcó su número. Obvió la tecla roja. Se metió el orgullo por el trasero. Oyó su voz. Intuyó su llanto. Estaba cerca. A escasos metros. Los cronómetros se congraciaron. No hubo desajustes. Tras un abrazo prolongado pasaron, de nuevo, por las mismas calles, por los mismos bares, por los mismos rincones, pero, ya, en un mismo instante...
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