Poseo unas pocas piedras, apenas media docena, que se apiñan en una esquina de mi jardín. Pertenecen a ese tipo de rocas viejas de color gris oscuro moteado de blanco, tan propias del norte de Menorca. Las mías emergen de la tierra entre unas matas de lentisco que amenazan con tragárselas al menor descuido. Por eso pongo especial cuidado en mantenerlas siempre limpias de vegetación; para seguir gozando de su contemplación en todo momento. A la caída de la tarde, entre dos sombras, se me figuran animales en reposo, un rebaño inerte y estático cuyos cuerpos rechonchos y enormes tienen la piel endurecida y lavada por la lluvia y el viento de tantos milenios. Cualquier día, un siglo de éstos, acabarán deslizándose al más mínimo temblor para terminar en desordenado montón en el fondo de la vaguada que se abre a sus pies. Pero eso no sucederá mañana ni pasado y, de momento, las contemplo a diario recordando que tienen mucha historia: la que empezó en el Triásico, entre 230 y 180 millones de años atrás, la época a la que pertenecen geológicamente, y termina hace algunas décadas, cuando las tierras en las que se hallan eran rústicas y 'l'amo' se encaramaba sobre mis rocas para echar un ojo a los corderos que pastaban a lo lejos, desperdigados por la marina que se extendía frente a Na Macaret.
Poseo igualmente una piedra arenisca de regular tamaño que apareció en el jardín al excavar el suelo para construir los cimientos de mi casa. No tiene otra historia que la de su origen bajo tierra, que comenzó con la sedimentación de innumerables capas de granos de arena unidos entre sí. Ahora está lejos de la orilla, pero un día ella misma fue fondo marino, antes de que los plegamientos del Triásico la alzaran hasta colocarla a la altura en que yo la he encontrado. Podría haberla hecho retirar de allí, pero he preferido dejarla donde estaba, intuyendo que acabaría por hallar un destino propio, como así ha sido. Ahora es parada y fonda de las lagartijas que cruzan velozmente el jardín para encontrar cobijo a su sombra. Y también comedero de mirlos y tórtolas, a los que intento sobornar depositando migajas de pan sobre su superficie, por el placer de verlos quietos siquiera unos instantes.
Poseo algunas piedras, menos de las que me gustaría, cuyo corazón líquido se enfrió y endureció, para acabar cristalizado probablemente en la misma era geológica que sus compañeras. Parecen diamantes sin pulir, con las aristas vivas, el brillo del azúcar y las líneas geométricamente perfectas. A éstas les he dado un destino especial, a cubierto de la intemperie, y hoy sujetan libros o reposan junto a la colección de conchas marinas.
Poseo, finalmente, decenas de piedras de todo tamaño, que brotan de la tierra al menor golpe de azada, con su color rosado y su aspecto esponjoso sugiriendo el modo más artístico de apilarlas marcando senderos y formando rocallas.
No sé cómo sería Menorca sin la piedra. No la imagino sin el atributo que para mí la define mejor. Ni el cielo, ni el viento, ni el mar, ni siquiera la cal prestan al paisaje menorquín la fuerza y la personalidad que le confieren esas rocas que unas veces se arraciman al borde de los barrancos y otras aparecen troceadas y esparcidas por toda la superficie isleña. Ellas son, sin saberlo, el mayor encanto de algunos parajes naturales, compartiendo raíces por igual con pinos, encinas, higueras y alcaparras. Constituyen un valor de referencia para conocer la geología y la historia de la Isla, pero también reflejan las preferencias estéticas actuales, porque el menorquín continúa agarrado tozudamente a esa seña de identidad y la utiliza de cien formas, a cuál más primorosa, a la hora de construir y embellecer sus propiedades.
Por suerte, no parece que la piedra le vaya a faltar, de momento, para resolver su necesidad de materia prima, pero no hay que proclamarlo demasiado alto: es de las pocas cosas que nadie le ha envidiado hasta ahora.
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p.lafuente@hotmail.es
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