Hay familias que sufren de mutismo colectivo. Silenciosas, incomunicadas, tan reservadas como ajenas, resignadas al azar genético. Se cruzan en los pasillos de la casa, se sientan a la misma mesa a comer, ven televisión en grupo y hasta salen los fines de semana, pero sin contacto real. Ocupan el mismo espacio, pero no hay conexión mental ni afectiva, sólo roces involuntarios, incómodos.
Familias sordomudas, donde nadie sabe del otro más allá de lo aparente. Lugares comunes donde se vive y se desvive sin rastros de vida. Abandono, vacío, desconocimiento. Mutis por el foro. No habitan sino la habitación, no descorren el velo que los oculta: hola y ciao: ¿Cómo estás?... Bien, bien... (es mejor escapar antes de ser descubierto).
Sabemos que no toda familia es buena y que algunas son un verdadero infierno. Me refiero a la convivencia, a tomar parte en la existencia coincidente, a coexistir.
Cada familia es un laboratorio vivencial donde se enseñan y cultivan todo tipo de cosas. Fábrica de humanos que no siempre sabe que fabrica humanos. En ella, no sólo aprendemos el amor y la felicidad, sino también el rencor y los complejos. Allí nos enseñan a ser dependientes o independientes, envidiosos o compasivos, optimistas o pesimistas, confiados o desconfiados. Allí se gesta el tono fundamental, el telón de fondo donde colgamos nuestros sueños.
Obviamente, con el correr de los años podemos revertir algunos procesos (no estamos hablando de un determinismo insalvable). Sin embargo, aún así, pese a la capacidad que poseemos de sobreponernos y generar cambios, la educación familiar deja su marca, siempre queda algo, cada familia deja su seña: a veces, un rayón; otras, una sonrisa.
Las familias cuyos miembros son remotos y espaciados como una comunidad de marcianos, que confunden respeto con análisis, son malas productoras de humanidad. El desconocimiento del otro siempre es peligroso y en especial si se trata de alguien a quien supuestamente amamos.
Saber más de ellos. Conocerlos mejor. "Mucho gusto, soy tu padre: así pienso la vida, así la siento". Acercarse más: "Encantada, soy tu hija: mi mundo es éste". No hablo de caer en la verborrea de los consumidores obsesivos de afecto. No se trata de montar un círculo de corazones abiertos y jugar al juego de la sinceridad descarnada o hacer revoluciones culturales caseras.
Sencillamente, si vivimos juntos, es bueno encontrarse de vez en cuando a conversar. Celebrar el encuentro, festejar la convivencia de un gobierno de todos. Las podríamos llamar asambleas familiares: muchedumbre pequeña orientada hacia el bien común. Democracia amorosa: "Qué pasa , en que andas, ¿sigues vivo?". "Aquí estoy, respirando el mismo aire. Vecino del alma, compañero de historia, habitante de mi mundo personal, tan cercano y a veces tan extraño".
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