Qué loco está el mundo. Algunos nos pasamos la vida trazando un camino que no lleva a ningún lugar y que está asfaltado con lágrimas, sudor y alguna sonrisa despistada. Otros nos empeñamos en nadar a contracorriente, empujados quizás por la fe del que sabe que no tiene razón, entremezclada con el que lucha por una causa de sobras perdida. Ahogamos nuestras miserias, de un tipo u otro, a golpe de sonrisas que acostumbran a ser de postín.
Los hay que caminamos sin rumbo fijo, improvisando a cada zancada que damos convencidos aunque recelosos si, por la razón que sea, tenemos que dar un paso atrás. Somos especialistas en empecinarnos a piñón fijo hacia un destino que, para qué nos vamos a engañar, no suele ser el esperado. Sacamos pecho, enterramos en lo más hondo posible la resignación y al primer paso le acompaña un segundo, un tercero, etcétera.
Otros nos sentamos en mitad del camino. A media peregrinación. A esperar que pase un amigo y que nos invite a caminar junto a él, con la promesa de que cuando nuestro destino se separe seamos capaces de soltarnos de la mano y seguir por nosotros mismos. Intentamos aprender esa melodía que nuestro amigo silva cada vez que encara un problema, para darnos ánimos o una hipotética palmadita en la espalda que, aunque no recupera el aliento, reconforta lo suficiente como una buena dosis de optimismo. A veces cuesta separarte de un amigo pero en el fondo es lo mejor para el camino de los dos.
Los que peor me caen son los que se pasan la vida esperando a que pase algo. Porque lo único que pasa es la propia vida. Y a veces el sol ya está cayendo, se acerca la noche, y es demasiado tarde para empezar a caminar y ya no hay vuelta atrás. Y, y, y... Sé que es fácil perderse en un camino, más de lo que pueda parecer en un principio, pero peor es no caminar. Los que no caminan sí que están perdidos.
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