No merecen las tertulias, a las que yo asisto como destinatario pasivo, el adjetivo de vocingleras con el que encabezaba un articulo mío hace pocos días. aunque haberlas haylas, pero éstas no cuentan con mi colaboración ni siquiera pasiva. Sé que existen y alguna vez, ocasionalmente por supuesto, las he tenido que soportar con una sensación de vergüenza ajena como suele decirse. No me interesa nada conocer las intimidades de quienes gustan de desnudarse en público y no estoy pensando solamente en las ropas. Éste no es el tema ahora.
Pienso por ejemplo en el arte de conversar del que sería una manifestación, entre tantas otras, las tertulias y no sólo las que se dan en los medios de comunicación. Me agrada el significado que del verbo comunicar (léase tambien conversar) apunta Victoria Camps, catedrática de Ética en la universidad Autónoma de Barcelona, "hablar con alguien para hacerle partícipe de algo". Para un tal menester no hace falta ser sabio, ni elocuente ni especialmente versado en cualquier rama del saber. Es suficiente ser máximamente informativo, hablar (o escribir en su caso) sólo de lo que uno conoce bien. No mentir, ir al grano y expresarse con claridad. No es poco, ya lo sé, pero es una habilidad fácilmente adquirible, teóricamente al menos, si se tiene voluntad de aprender y poner en práctica unas cuantas normas básicas.
En la realidad, sin embargo, la cosa no está tan clara visto lo que ocurre en tantos foros y entre ellos los de la radio y la televisión que me sirven de referencia para el presente comentario. Es lo que me sorprende cuando oigo discutir no sólo con vehemencia sino con acritud a gentes a las que se supone un nivel cultural por encima de la media. Las continuas interrupciones por ejemplo, el no escuchar con paz lo que dice el colega o el contrincante, siquiera sea para mejor rebatir sus argumentos cuando es esto lo que interesa, por más que, dicho sea de paso, entre conversar y discutir hay una frontera bien definida y un modus operandi claramente diferenciado. Añora uno la presencia en esos lugares del género conversacional donde nadie pretende convencer a nadie, donde el respeto a las opiniones ajenas es un respeto casi sagrado porque es un respeto a la persona que se produce con libertad y con corrección en una atmósfera distendida incluso amable.
Se está perdiendo desafortunadamente el talante de buen conversador que no tiene nada que ver con la del polemista y menos aún con la incontinencia verbal del charlatán de turno incapaz de escuchar al otro y de interesarse mínimamente con lo que piensa y siente el otro, incapaz en el fondo de estar en silencio y en paz consigo mismo. Las circunstancias, la verdad sea dicha, no favorecen el cultivo del arte de conversar, No se enseña desde luego en ninguna facultad universitaria ni en ninguna escuela que yo sepa el arte de escuchar, mas difícil en mi opinión que el de expresarse correctamente. Saber escuchar no implica una actitud pasiva y displicente como si no importara lo que dice el que tiene el uso de la palabra en situaciones más o menos conflictivas y también en las reuniones informales sin otro objeto que el puro entretenimiento incluso el deleite, el que consigue para sí quienquiera que sienta por pequeña que fuese, una curiosidad intelectual la de conocer las opiniones y el juicio de aquellos con quienes se convive.
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