Sabes, mi pequeño Rock, que estoy afligido ante tu marcha a España. Te irás antes de cumplir los dos años y dejarás a tu abuelo, helado de corazón, en este tu país de nacimiento. Te imagino aprendiendo catalán en la escoleta y a tu mamá, Rocío, largando en su dominicano de pura raza: "dime ave, klk, como tu tas…".
De todas formas me dará fuerzas para seguir escribiéndote… tiempo al tiempo.
Que me perdone Fernando Delgado por copiarle el título de su libro "De una vida a otra" que tuve la oportunidad de leer al unísono del "Príncipe de los Oasis" del otro Fernando (con apellido de reloj).
El de Delgado me transportó a mis trece años cuando pasé dos noches en un reformatorio de los tiempos franquistas en la tierra del aceite de oliva. Delgado escribe así: "una extrañeza en aquel ambiente carcelario y la crueldad que suponía para una criatura como yo, educada en el bienestar y en el mundo del orden, que apareciera, de la noche a la mañana, vagando por el correccional, sin haber cometido delito alguno".
Es –fue– un pasaje sórdido de mi vida de estudiante. Habían acabado las clases del instituto (junio de 1960) y me habían dado tres calabazas. Una tarde, calurosa, con tres amigos de cursos superiores –ni recuerdo sus nombres– paseábamos por los alrededores del instituto "Virgen del Carmen", cuando uno de ellos tomó en sus manos una piedra y la lanzó contra un cristal. El resto hicimos lo mismo y se rompieron varios cristales del aula de Dibujo (no recuerdo si mi puntería, ni fuerza, fuera suficiente para romper alguno), pero el caso es que corrimos desesperados.
Al cabo de unos días me enteré de que los "grises" habían detenido a mis tres colegas de fechorías. Decirte, Rock, que estaba asustado, cagado de miedo, que casi no salía de casa ni para jugar a fútbol, ante la sorpresa de mi madre y la mirada, seria, enjuta, taciturna de mi padre.
El caso es que una tarde, alrededor de las cinco, tocaron la puerta de la casa de la calle Andújar número 6. Era una pareja de "grises" que venían a llevarme. La noche de ese viernes y todo el sábado las pasé en el correccional. Suerte tuve que era fin de semana y que no me adjudicaron el repelente traje, gris marengo, que llevaban los alojados en aquel terrible reformatorio; que no me pelaron a rape, con trasquilones que lucían, con mayor gracia, todos los pequeños reclusos de aquella cárcel infantil.
Sí recuerdo con precisión matemática, que el domingo temprano, después de un horrible desayuno, nos llevaron a misa y que a la salida, uno de los carceleros me llamó y me dijo que me vistiera con mis ropas. Que me iba a casa.
Mis padres me esperaban fuera, en la calle. No me dijeron nada; recuerdo que mi madre me dio la mano y así enfilamos el camino a casa. Al pasar por el parque de la Victoria (¡aleluya!) me compraron un helado y me comentaron que gracias a la influencia de un vecino "policía secreta" me soltaron en poco tiempo.
Recuerdo, como si lo viera ahora, al comisario Novoa.
Creo que esta historia solamente la sabe mi hija Marta.
Pues bien, mi pequeño y casi español Rock, al hilo de esos libros antes mencionados, he unido dos vidas. La mía y la de tu papá, tan amante del desierto, de los oasis.
Pero ya te contaré.
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