Mi antigua enfermera del Seguro, con la que aún comento la jugada de vez en cuando, solía apuntar las frases célebres que de vez en cuando pronunciaban los pacientes a la hora de atribuir sus dolencias a las causas más peregrinas. Y es que a todos nos gusta saber por qué nos ocurre esto o aquello y, aunque a algunos escépticos crónicos nos pueda satisfacer atribuirlo al azar o simplemente a causas hoy por hoy desconocidas, la mayoría busca certidumbres. Así, recuerdo siempre a aquella madre que había encontrado la causa irrebatible a la bizquera de su hijo: "Mi hijo tuerce la vista porque hice mucha calceta durante el embarazo", nos dijo con irrebatible seguridad. Ni que decir tiene que no traté de refutar su argumento, lo importante era que colaborara en el tratamiento de su hijo.
Aunque en nuestro entorno el pensamiento mágico ha remitido, aunque tampoco estoy muy seguro, sustituido por las melifluas aportaciones de los Coehlo, Bucay y compañía, de la misma forma que las diversas intrigas catedralicias van ocupando el lugar de la literatura, siguen sorprendiéndome algunas explicaciones que escucho en la consulta. Últimamente me llama la atención la resistencia (en gentes de todo origen, género y extracción social) a reconocer que la visión de uno es manifiestamente mejorable.-Pues no he notado nada, veo la mar de bien.
-¿Qué letra es aquélla?
-¡Hombre, doctor, en la vida normal no hay letras tan pequeñas!
Luego viene la graduación, artesanal (personalizada, dirían hoy), como nos gusta hacerla a los especialistas veteranos.
-Lea ahora.
-Bueno, sí, pero no necesito ver tanto.
- Hombre, si puede ver bien- trato de argumentar-, ¿por qué conformarse con menos?
Y entonces suele ocurrir el prodigio que me deja perplejo.
-¡Total, para lo que hay que ver!
Según el tipo de paciente puedo hablarle como el lobo de Caperucita de "para ver mejor" el excelso juego del Barça y /o las suculentas curvas de Megan Fox, o leer mejor el último libro de Paul Auster, o contemplar por televisión sin perder detalle el inminente rezo de Zapatero en Washington, descifrar la letra pequeña de la herencia del señor Balada o de la supersónica sentencia del caso Fundación, pero en general uno se queda cautivo y desarmado ante semejante respuesta en plena era del vivir a tope.
"¿Qué le digo ahora?" es mi dilema en estos casos y, aunque mi obligación profesional es persuadir, mi devoción es vivir y dejar vivir (por ejemplo, ¿quién obliga a un no fumador a entrar en un local donde "se permita fumar"?, o como me decía el otro día el amigo asturiano, ¿por qué no rotulan también con fotos de borrachos comatosos las botellas de gin?, o ¿por qué no pintan un pene coronado de llagas en los anuncios luminosos de los clubes de alterne?). Al final y por instinto de conservación de la especie suelo recomendar que al menos se pongan las gafas para conducir. Así que para qué va a romper uno su libérrima ensoñación visual... o su coquetería. Total, ¡para lo que hay que ver!
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