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José María Pons Muñoz
Querida señora: Usted no imagina la templanza que el amor necesita para pararse en los límites del respeto que la tengo. No puede ni pensar lo que para mí es no abrazarla y darle solamente uno de los besos que tantas veces le he robado en sueños. A veces, al amanecer, soñando con usted, ya no sé si estoy dormido o despierto. Qué cosas serán los sueños. Ayer, a la luz de la luna llena, con el acompasado rumor de las mareas del amanecer, soñé que tenía usted en su cara, en sus ojos negros, el misterioso encanto de una muñeca, de una niña china de frágil y milenaria porcelana de caolín. Aspiré el aire que me traía perfume de jazmines de su cuerpo, que si lo he soñado desnudo, sepa señora, que no es pecado soñando, y más cuando usted no me concede más favor que el de los sueños. Pero créame señora, que me encantaría que mis mejores sueños con usted los hubiera tenido despierto. Usted es como un perfume que me embriaga. Son estas cosas que el amor tiene; yo me muero por usted, y usted por otro. Y a pesar de eso, prefiero perseguir mis sueños a que mis sueños me persigan. De manera que ni la muralla china que hay entre usted y mis sentimientos me harán cambiar. Tan cierto estoy de mi locura que si quererla para mí fuera la muerte, estando abrazado a usted, qué a gusto me moriría.

Por el amor que le confiero, y por el profundo respeto hacia su persona, me he convertido en camino y caminante, porque voy por un camino, que usted señora, nunca ha dejado que me conduzca a sus brazos. O quizá todo sea que usted no ha querido ser el camino de este caminante.

Al leer estas letras, seguramente usted sonreirá y pensará: "el hombre que lo desvela, una pena extraordinaria, como el ave solitaria, con su cantar se consuela". Si así fuera, hace tiempo que sería yo como un mirlo en primavera. Mis males son de otro mal, del que usted es el motivo sin que sea usted culpable, ni tampoco por eso yo, pues ya me dirá cómo se organizan los sentimientos, cómo se ordenan los sueños, cómo se puede prohibir amar aun sin ser amado. ¿Qué más quiere que le diga cuando sé que por usted me afligen todos los síntomas de la locura y no estoy loco?

El amor es el más universal de los idiomas, el esperanto más hablado, pero no siempre en un igual, ya que a usted le falta el amor hacia mí que hacia usted a mí me sobra. Aun así, espero que sepa comprender mi carta y valorar mi probada fidelidad. Fidelidad que me legitima para afirmar que si un día mi amor hacia usted se muere, será por hambre no por indigestión, que es el mal de que el amor muere tantas veces.

Usted, señora, no ha querido que el amor nos complique la vida. A usted le basta con saberse amada, mientras yo sé que no soy otra cosa que un jornalero del amor, que ha sembrado amor y sólo ha cosechado suspiros. Fíjese señora que creí yo oír, mientras esperaba ver como amanecía, su voz, señora, que me susurraba unas palabras de amor. Pero era sólo el eco del trino de un petirrojo enamorado.

Puse, y no me arrepiento, mis ojos en usted señora, pensando en ser sultán, y usted me ha convertido en mendigo. Pero déjeme que siga buscando cada día en las playas del amanecer del alba, en las mareas del espíritu del amor, igual que aquella niña china que quería una luna llena, porque mirando al cielo por la noche, sabía que existe.

Sin duda señora, amarla es la más hermosa de mis locuras.

Su fiel admirador q.s.m.b.