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Dino Gelabert
Ir al cine se convertirá en breve en un producto de lujo a la altura del caviar iraní. El domingo me apetecía ver 'Slumdog Millionare' porque, según dicen los que entienden, está siendo la película sorpresa del año. Es simpática, a mi entender.
Lo que no me pareció tan simpático fue el precio de la entrada, que rondaba los siete euros, ni el de su correspondiente e indispensable bolsa de golosinas, que subió hasta los cuatro. No mucho tiempo ha, a uno le daban mil pesetas a la semana y se tenía que administrar como podía. No eran tiempos de crisis, pero tampoco eran tiempos de euros. Tengo la sensación que de un tiempo a esta parte alguien me ha tomado el pelo. Bueno, eso y que me ha crecido barba.

Lo de tomarme el pelo lo digo porque a algún iluminado le dio por pensar que cinco euros podía pasar desapercibido como quinientas pesetas. Y lo hizo. ¿Qué significó eso? Que si el cine antes costaba 750 pesetas ahora cuesta siete euros y medio. No haré el cambio, porque se me dan mal las matemáticas y porque realmente suena arcaico. Pero no deja de sorprender.

Lo más triste de todo es que hemos sido testigos directos, unos de forma más consciente que otros, de lo que estaba pasando y nadie ha movido ni un dedo. Hemos tenido que esperar a que surgiera una tal crisis para preguntarnos o preocuparnos por ciertas cosas. Y la realidad es más bien sencilla. A día de hoy, con mis mil pesetas, para ir al cine tendría que esperar dos semanas.

En una ocasión escuché una frase que realmente me hizo reflexionar: 'Hasta que no están al límite las personas no se ven obligadas a cambiar. Sólo en el precipicio evolucionamos'. Es tan cierta que me aborrece. Para tratar de ser mejores personas, cuando nos surge un conflicto esperamos y apuramos al máximo, no se sabe muy bien si víctimas de una pereza especulativa o de un pasotismo crónico. Esta lectura invita a perder la esperanza en la gente y aferrarnos a las personas.

¿A qué viene todo esto? Pues me he encontrado un billete de mil pesetas de los de antes. Me ha recordado el pasado, incluso la primera noche que se empezó a pagar con euros y la ilusión de un niñato de 16 años al que le fascinaban los colores y los diferentes motivos arquitectónicos que lucen los billetes. El tiempo es la auténtica arma de destrucción masiva.
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dgelabertpetrus@gmail.com