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Dino Gelabert Petrus
Escribo estas líneas poco después de que un amigo me haya enviado un mensaje de texto de esos que nunca quieres recibir. 'L'Albert, de la Gemma, s'ha mort'. Albert fue compañero mío en la Facultad en primero de carrera, después lo dejó. Nunca llegamos a intercambiar más de cuatro frases, aunque parecía un chico majo. No escribiré sobre su vida ni me dedicaré a berrear que él no se lo merecía, porque apenas le conocía. Quizá de entre las poquísimas cosas o intereses que compartíamos era la edad. Veintitrés años.

Pero sí que la muerte de Albert, en un accidente de tráfico cuando iba a trabajar, me ha despertado una inquietante necesidad de sinceridad. La vida es un viaje, a fin de cuentas, con fecha de caducidad. Una terapia restringida. Un cúmulo de tropiezos que acaban con alguna moraleja estúpida. Es un halo, breve y fino, capaz de lo peor y de lo mejor. Es una agonizante cuenta atrás en un reloj que aspira a ser octogenario.

El ser humano es un animal débil y decepcionante. Manipula a su antojo conceptos que difícilmente llegará a entender. Juega, como un infante malcriado, con la vida y la muerte ajenas, sin saber o sin querer comprender. La televisión susurra entre líneas 'alguien ha decidido que otro alguien debía morir'. O a gran escala. Como si la muerte fuera algo a cara o cruz.

Matan por tonterías. Querer aparentar más que otros, la propiedad de una tierra que en realidad no es de nadie, como medida de presión? Israel, Gaza, ETA, así como infinidad de conflictos que por no ser comerciales no tienen cabida en un pliegue de páginas o un informativo. El ser humano parece encaprichado en autodestruirse y de paso arrasar con lo que le rodea en una intifada hacia la insensibilidad.

Quizá mañana me despierte y la muerte me sea todavía más indiferente que la vida y del amor no quede más que palabras, que para entonces, me parecerán vacías. Me entristece lo de Albert y todas las muertes, pero más me entristece la voluntad del ser humano de hacer daño.