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Pep Mir
El puerto de Maó combina su indudable y perenne atractivo paisajístico con una tendencia a la acumulación de problemas de más o menos efectiva resolución (el inquieto acantilado, la explotación de amarres, la recepción de pasajeros, la ubicación de contenedores en el Moll de Ponent...).
Ahora, con motivo de la tradicional juerga de fin de año, se ha puesto de manifiesto la preocupación de unos pescadores que pagan caros los efectos de la cercana vecindad entre el espacio en el que trabajan y la zona de ocio nocturno por excelencia de la ciudad. Reclaman un espacio de uso restringido para profesionales, comprensible demanda de quien ve peligrar por unos gamberros pasados de rosca las herramientas de su sustento. La convivencia con el ocio nocturno siempre es compleja.
En Barcelona hay incluso sentencias de cárcel por los perjuicios creados a vecinos de discotecas. Pero el ocio nocturno tiene que existir, aquí o allí, porque hay mucha demanda y porque se trata de una actividad económica tan respetable como cualquiera (otra cosa son unos pocos de sus clientes). Ante esto, y como el puerto es grande, lo que piden con justicia los pescadores es orden y seguridad. Barrera aquí, cadena allá. Nada del otro mundo. Aunque con ello se pierda el atractivo de poder pasear una mañana por el muelle curioseando de cerca las magnas redes y el trajín de los hombres de mar.