En Ciutadella, su pueblo adoptivo y el mío, se nos ha muerto como del rayo el maestro de buceadores Guido Enrico Pfeiffer, con quien tanto queríamos.
Hace tan solo una semana, y tras breve lucha contra el enemigo imbatible, su indómito corazón se dejó ir entre dos aguas, como solía. Y lo hizo con la entereza y la dignidad a que nos tenía acostumbrados, disculpándose por no poder hacer más cosas, él que las hizo todas. A mí me recordaba, con aquella su barba canosa, a esos conquistadores españoles de peto y coraza, jubón y espada, capaz de alcanzar su Eldorado a -120 metros y no darle mayor importancia.
Compartíamos el flechazo por la isla de Menorca hace treinta y tantos años; compartimos la pasión por el mar, sea recorriéndola a vela o sea sumergiéndose en su seno; y también compartimos el gusto por la novela histórica naval. Pero él nos superaba a todos en el análisis riguroso de las mezclas, en la seriedad de la planificación de la inmersión, en la previsión de una vía de escape si algo fallaba y en el placer por llegar rápido al fondo. Él decía: «Por apellido soy más austríaco, casi suizo, que italiano». Quienes fuimos afortunados con su enseñanza sabemos que no dejaba nada al azar cuando te va en ello la vida.
Su inicio como periodista de la crónica negra en «La Notte» le marcó para siempre, pues cuando la Policía les notificaba por teléfono un homicidio él debía deducir todo lo demás en el lugar de los hechos, a riesgo incluso de implicarse demasiado ante el asesino, y ello en tiempos convulsos en que campeaba la Cosa Nostra. Esta escuela le hizo dominar el arte de 'imaginar' lo que debía haber ocurrido, y lo aplicó en sus inmersiones, por ejemplo cuando observaba un pecio recién descubierto. En muchas ocasiones, las investigaciones posteriores confirmaban todos sus supuestos. Era muy habilidoso en situarse en el horrible escenario tras encallar el barco en el bajo del Gobernador («Malakoff»), un incendio a bordo al través de Punta Nati («Francina») o Cala Blanca («Amnesia»), un avión amerizado («Junker 88»), una máquina de vapor alimentada por carbón mojado («L'Amoriciere»), dos submarinos españoles (el «B1» y el «C4») que nunca reflotarán, un mercante griego con la quilla a -98 metros («Georgia K»), un hundimiento al estilo «Titanic» con cientos de víctimas emigrantes («Sirio») o uno más discreto delante mismo de su casa en Cala Morell («Torre del Oro») o no demasiado lejos («Francisquita»), nada menos que dos destructores italianos («Pegaso» e «Impetuoso») de la época del acorazado «Roma» o, en fin, un barco romano del siglo I d.C. cargado de lingotes de bronce. Su fértil pluma recreó como nadie todas estas tragedias que festonean esta isla de Menorca, a la que consagró sus inmersiones con su inseparable esposa Flory Caló. Como a él le gustaba decir: «Somos cazadores de historias sumergidas», y así tituló el programa «Thalassa» de la TV3 el capítulo que dedicó a esta pareja singular.
Su vida profesional continuó en la revista «Amica», el semanario de actualidad del «Corriere de la Sera», mientras colaboraba en otras como «Panorama», «L'Expresso», «Vita» y «L'Europeo», hasta que la llamada del mar, su gran pasión, le llevó a dirigir «Mare 2000» y a fundar con Flory, en 1984, la revista mensual de buceo de referencia en Italia, «Sub», junto a «Fotosub» y «Pescasub». Cuando recientemente le concedieron la medalla de oro al mérito periodístico nos decía : «He visto a mis compañeros de promoción y… ¡están muy viejos!».
Y ahora que por fin la mar le dejaba ir por su seno sin emitir burbujas gracias al rebreather, una vil dolencia incurable nos lo arrebata de un manotazo en apenas unos días, sin poder aprovechar todas sus enseñanzas, sin disfrutar de su bonhomía.
Ayer mismo, su esposa Flory y su nieta Sara, depositaron sus cenizas a 95 metros de profundidad, en un lugar del Canal de Menorca al que él llamó «La montaña encantada», donde amaba envolverse en azul y gorgonias. Descanse en paz el maestro para que, como dejó dicho Pablo Neruda : «Le brille al mago el cucurucho y se derramen todas sus estrellas».