Recientemente, he tenido la oportunidad de poder contemplar innumerables puestas de sol tanto aquí, en la Isla, como fuera de ella, pero sin ir más lejos, en esas últimas semanas se han divisado aquí mismo unos encantadores y magníficos crepúsculos de los cuales he gozado intensamente cada segundo de ellos. Esas caídas de sol, astro rey del nacimiento y la muerte del día, han jugado entre la hermosura de las imponentes nubes en un estampido de tonos y colores que despiertan, sin duda, la admiración de cualquiera que tenga la oportunidad de poder divisar tales espectáculos. Son las puestas de sol que van desde fines de verano hasta avanzado el invierno y que decoran nuestros otoños con sus lienzos creando esos cuadros inolvidables para que los plasmemos con nuestras fotografías haciéndolas inmortales. Recientemente, en uno de esos magníficos panoramas, el mensajero del viento se unió a ese sol y a esas nubes lanzando unos brillantes destellos desde un fondo de amarillo oro intenso al rojo escarlata como lluvias de rubíes mezclados ambos colores entre un resplandeciente azul pastel del cielo que, tímidamente, asomaba curioso entre esa salvaje y hermosa fuerza de la naturaleza. Al final y segundos antes de caer ya en la oscuridad, el rojo vencedor dio su toque de triunfo estallando en un escenario general y dando semejanza a la antesala de un infierno, un incendio o una maravillosa aurora boreal. Contemplando ya esos últimos momentos, pensé: ¿será posible que los ángeles pintores del cielo tengan tantos colores y pinceles para poder plasmar y dibujar tanto esplendor y belleza?
Margarita de los Ángeles Monjo Pons
Maó
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