Misal. Reproducción sobre textil de misales de montura equina y bloque de papel artesano.

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La semana pasada vi en Ciutadella una exposición extraordinaria en el Espai Xec Coll. Se trataba de unas obras realizadas básicamente en papel y textil por la restauradora Judit Tur.

Judit tiene un taller de restauración de objetos, tanto artísticos como no: libros, lámparas, muebles, cerámicas, cuadros… Pero con el papel en sus manos hace maravillas.

Erizo de mar, en origami de papel jaspeado.

Una restauradora es una persona con una formación especializada en técnicas y materiales para recuperar lo dañado por el tiempo o por accidentes. Sus talleres tienen algo de sanadores y alquimistas. Acostumbran ser personas sosegadas, rigurosas y delicadas, personas que sienten un gran respeto por los materiales y las técnicas del pasado. Es imprescindible. Saben que están desapareciendo maneras exquisitas y valoran el tiempo, esa pausa y dedicación para hacer las cosas bien hechas. Hay amor en su trabajo y satisfacción por recuperar lo dañado.

Maternidad, con la misma técnica y huevo de estuco veneciano.

Judit, entre restauración y restauración, va creando sus propias obras. Obras para ella misma, por el placer de realizarlas y de investigar con esas técnicas y materiales olvidados para el arte.

Visitando la exposición más de uno se pregunta si aquello es arte o artesanía, son esculturas de papel o manualidades. Como si el papel no fuera un material tan noble como el barro o el mármol. Lo que empezó siendo oficio artesano se convierte en arte.

En general, se considera una obra de arte cuando son piezas únicas y creadas para provocar una emoción o un pensamiento elevado en el que la contempla. Mientras que una pieza artesana se crea con una funcionalidad o simplemente para decorar; y puede realizarse siguiendo un modelo tradicional y en serie. Antiguamente se consideraba que el arte también perseguía la belleza, aunque muy pocos artistas se preocupan ahora por ella.

Algas marinas, en textil y croché.

A un artesano se le valora por la calidad técnica de su obra, mientras que muchos artistas conceptuales de hoy en día ni saben pintar ni les importa su ignorancia. Un artesano puede hacer una obra de arte, pero la mayoría de artistas no sabrían hacer un jarrón ni un cesto. Así que un respeto para los artesanos.

Judit Tur ha presentado una colección de obras que seguro que ha tardado años en realizarlas. Se nota el tiempo de investigación, de pruebas, de reflexión, de atrevimientos y de satisfacciones. Ha probado tantas técnicas y materiales que el conjunto es de una diversidad asombrosa, aunque se reconoce una mano y una sensibilidad. Casi nada de lo que vemos allí se había visto antes. La presentación es modesta, pero cada pieza es magnífica.

Hay una parte de la exposición alrededor del maravilloso mundo de los libros. Evoca «El infinito en un junco» que escribió Irene Vallejo y que hablaba de los mundos que habitan el interior de los libros desde el tiempo de los egipcios; pero aquí se nos abren mundos nuevos, misteriosos, los de los libros sin palabras, libros que no cuentan nada pero que son objetos físicos, reales, trabajados minuciosamente desde el papel hecho a mano a la encuadernación de las cubiertas; libros a veces deconstruidos, libros que despliegan para convertirse en pantallas para atrapar la luz. Libros llenos de vacíos, esperando la caligrafía de una palabra o una caricia por sus lomos.

Llibre Blau con estuche textil y bloque de papel artesano. Huevo de estuco
y pan de oro.

Hay esculturas hechas con origami, esa técnica ancestral del papel plegado, donde se convierten en joyas o parecen fractales orgánicos, como células. Hechas así, combinando papeles y tejidos, parecen minerales preciosos o plantas fantásticas. Algunas nos evocan los corales marinos, otras nos llevan a mundos de ciencia ficción.

Apetece tocar esas obras de Judit Tur. Tienta porque tienen unas calidades exquisitas en sus texturas y superficies, a veces blandas y a veces recubiertas de barnices cristalizados. En la sala no estaba la artista ni nadie a quien preguntar, ni había un cartel que lo prohibiera, así que me atreví a tocarlas, con delicadeza, confiando en hacer lo correcto para apreciar mejor la obra. Es una lástima que no permitan tocar, acariciar las esculturas. El tacto nos aporta algo propio, diferenciador de la pintura o de otras artes, es parte de su valor de comunicación, de su expresión y de su encanto.

Salí de la sala con la emoción de haber contemplado -y tocado- obras de arte de una exquisitez extraordinaria. Percibí el fruto de horas y horas de dedicación a cada una de ellas. Agradezco que hayan salido de la intimidad de su taller para ser compartidas con todos, por primera vez. Es un lujo saber que hay personas así en la Isla; personas que demuestran el amor a su oficio y también su creatividad. Sin importar la etiqueta de si es arte o artesanía.