En artículos anteriores hemos hablado de la inmortalidad, por ejemplo el comentario del libro «La medusa inmortal» de Nicklas Brendborg, y de la demografía («Es Diari» 15-12-2023) y de sus posibles defectos al aumentar la longevidad, así, vimos como estadísticamente el 90 por ciento de la población vive en la actualidad en nuestra isla más de 65 años y un 43,8 por ciento («Es Diari» 26-11-2023) pasan de los 85 años, en una estructura social totalmente cambiante.
Ya comentamos en dicho artículo que a partir de los 85 años se admite que la mitad de las personas se encuentran en estado de fragilidad o son directamente dependientes, al tiempo que el 50 por ciento pueden presentar ya o un trastorno cognitivo mínimo o una demencia.
Así, en un reciente artículo sobre «La fragilidad de la vejez» de Aurora Herráiz Águila («Es Diari» 07-04-2024) que compartimos, concluye «para mí vivir más merece la pena no solo si la salud es buena y la cabeza funciona sino también las relaciones humanas se mantienen, si vivir supone mucho más que mantenerse vivo». Y este es el gran problema de muchas personas mayores en la actualidad que al aumentar la longevidad estas relaciones desaparecen y la vida puede no tener ningún aliciente.
Este tema se me ocurrió tras dos noticias, primero, al preguntarme cómo era posible que un exprimer ministro de los Países Bajos Dries van Agt, y su esposa Eugenie Krekelberg murieran a los 93 años el 05-02-2024 juntos y cogidos de la mano al aplicárseles la eutanasia (muerte sin sufrimiento físico) a los dos, falleciendo al mismo tiempo, algo que en nuestro país no hubiera sido posible. La cuestión era, ¿los dos tenían una enfermedad incurable al mismo tiempo? La contestación a estas edades pensándolo bien, sería afirmativa, si tenemos en cuenta que la vida es una «enfermedad terminal» y que la longevidad hace que todos, si llegamos a estas edades, hayamos ido acumulando enfermedades crónicas, que al final, una de ellas será la causa de nuestro fallecimiento.
Ahora bien, ¿fue realmente esta situación?, tal vez según las circunstancias clínicas de cada uno, en un caso se aplicara la eutanasia (o muerte asistida), por un proceso clínico incurable y en el otro un suicidio asistido, dada la edad. La diferencia se encuentra entre quién administra el fármaco que ocasiona la muerte del paciente. Mientras que en la eutanasia activa es un médico que aplica el fármaco fatal, en el suicidio asistido es la propia persona que activa el mecanismo de inoculación del fármaco que le ha suministrado el médico. Así está legislado en ciertos países, no en el nuestro.
Y, segundo, el otro caso que me ha motivado, es la noticia de que un antiguo paciente, un señor de 100 años en silla de ruedas residente de una residencia de personas mayores de fuera de la Isla, viudo de hacía pocos años, se tiró –al parecer, comentan– por las escaleras, falleciendo. Si es así, sería al parecer un suicidio en la vejez; la ideación suicida de aquellos ancianos que nos comunican muchas veces que están «cansados de vivir» o como una persona que me repetía continuamente en cada visita, «doctor faci que Déu se'm en dugui», a lo que le contestaba: «no puc fer açò» (i Déu se l'endugué as 98 anys); que conecta con el caso de Dries van Agt que pidió perdón dado su catolicismo. Una circunstancia esta que en los creyentes genera mayor sufrimiento y desamparo, en mi opinión.
Y es que los adelantos en la farmacoterapia, en los cuidados médicos, nos han llevado para bien, pero también para mal para algunos, a vivir mucho tiempo más del que hubiéramos pensado y en situaciones que no hubiéramos deseado (solos, cansados, olvidados, dolientes, pudiendo ser una carga económica... y en residencias, geriátricos...). Existiría, por tanto, lo que los médicos llamamos, un cierto encarnizamiento terapéutico en la actualidad, habida cuenta que la efectividad de nuestros fármacos es tal que hace que no exista un final previsible.
Como comentan Arzuaga y Millás en su libro «La vida contada por un sapiens a un neandertal» ser eternamente viejos puede llegar a ser una tortura, pues el mismo hecho de prolongar la vida ille tempore hace que nunca sepamos cuándo ni cómo será nuestro final; la ciencia tiene esto, es capaz de mantenernos vivos mucho más tiempo que el de nuestros antepasados, «darnos años a la vida, pero no vida a los años». De modo, que es probable, es una suposición, que con el tiempo la eterna vejez haga que cierta parte de la población pudiera solicitar (que no conseguir) la eutanasia o el suicidio asistido.
Y es que el tema de la eutanasia es un tema que crea conflictos en la mayoría de los países. Según leo, solo seis en Europa lo tienen legislado (Austria, Bélgica, España, Luxemburgo y Holanda, en Portugal, leemos, permitiría tanto la muerte asistida como el suicidio asistido); en cambio, en el aborto, no hay problema, se encuentra hasta en la constitución de alguno de ellos; es decir, paradójicamente la muerte de un ser humano en formación, indefenso, es un derecho que tiene la madre gestante; en cambio la voluntad de acabar con la vida propia en un momento que no existe solución y existe un gran sufrimiento no. ¿Quién lo entiende?
Es sorprendente con todo, que tanto un tema como el otro, temas transversales que tocan la conciencia de los ciudadanos y que por ello en su día debería haberse realizado un referendum, no fuera así; la ministra de aquel entonces (no recuerdo su nombre), se jactaba en decir que era la ley de la eutanasia que más rápidamente se había aprobado en Europa, lo que nos vuelve a indicar el nivel democrático de nuestro país y sobre todo cómo se redactó dicha ley.
Quien escribe esto tuvo, en este aspecto, la contradicción de estar a favor de una legislación para morir dignamente y al mismo tiempo que fuera uno de los dos médicos que solicitaran la objeción de conciencia en nuestro Centro de Salud. Se preguntarán el porqué de esta postura, la contestación es que no estaba de acuerdo en cómo se había tramitado esta ley y sobre todo no tenía claro cuál sería su ejecución y nuestro papel en la misma.
La realidad es que desde la publicación de la Ley de la Eutanasia o de la ‘buena muerte', Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de la regulación de la eutanasia, según nos informa la prensa médica, esta se ha convertido en una causa de malestar entre los médicos por el hecho en sí, y «ante todo el estrés burocrático-administrativo derivado de una ley garantista, con verificación previa y posterior» («Gaceta Sanitaria») y que sea por esto que en poco más de dos años (verano 2023) solo se habían recibido 1.000 peticiones (Anuario 2023 IM Médico) y se haya aplicado la misma en 370 personas (37 por ciento) y es que los «plazos excesivos» hacen que aproximadamente un 20 por ciento hayan fallecido antes de su posible aplicación, que es otro de los problemas.
Por lo que tras tres años de una ley no exenta de polémica esta ha servido poco para paliar el sufrimiento del paciente terminal.
Con todo queda un largo camino por recorrer, nuestra ley de la eutanasia es una ley complementaria a los cuidados paliativos cuando debería ser una ley más amplia y profunda y adaptada a los cambios sociodemográficos que se van produciendo.