Imaginemos que una persona o familia contrata con una compañía el suministro eléctrico de su casa. Sin embargo, a la hora de pulsar el interruptor la luz es tan tenue como la de una vela y además el sistema falla y las bombillas se estropean. La queja ante la empresa estaría más que justificada ante tal despropósito.
Pasemos de la hipótesis a la realidad, pero cambiando de escenario. Los hogares de la Isla pagan por disponer del servicio de agua potable. Abres el grifo y sale agua. Sin duda, es uno de los avances, como en el caso de la electricidad, que es símbolo de sociedades modernas y que en su momento asombró a nuestos abuelos y está considerado como un «lujo» para determinados países del llamado Tercer Mundo. Pero en nuestra Isla lo del líquido elemento roza lo surrealista.
El ciudadano abona religiosamente la tasa municipal para tener agua potable, pero el resultado es parecido al ejemplo con el que se iniciaba este artículo. El agua es de baja calidad (con niveles de nitratos muy próximos a los máximos legales) y con una cantidad de cal que sufren los termos y los bolsillos de los contribuyentes, ya que hay que recurrir al fontanero (que lógicamente no trabaja gratis) para limpieza correspondiente .
Como ante este problema las administraciones no están ni, de momento, se les espera, la solución es ir a comprar agua embotellada, tanto para beber y, cada vez más, para cocinar. Consecuencia: apoquinamos dos veces y encima atentamos contra el medioambiente (aumento de residuos plásticos...).
A todo esto, el OBSAM propone como una de las soluciones un regreso al paso: construir aljibes. Y el futuro, la desaladora de Ciutadella permanece como una esfinge congelada en el tiempo.
Mientras se resuelve este problema, yo -y como otros muchos- de esta agua no beberé.
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