A quien se detenga en la lectura de este blog, ruego me disculpe la licencia por dotarle de un componente personal del que rehúyo siempre que puedo por convicción. El que escribe con el ánimo de contar o opinar nunca debe ser el protagonista, ese es mi lema.
Soy periodista vocacional y camino, a pesar de los tiempos convulsos que vive el gremio, hacia las tres décadas de ejercicio profesional. Cuando entré en la factultad de la Universidad Autónoma de Barcelona lo hice tras haber despejado una duda que ni siquiera puedo considerar como tal. Derecho o Periodismo era la disyuntiva en aquel primer año de la década de los 80 cuando enfilaba la recta final del COU y, pese a los consejos paternos -influyentes que no presionantes-, escogí la pluma y el micrófono por los que me había sentido atraído como ávido consumidor de periódicos, radio y televisión desde mi lejana época en el instituto Emperador Carlos, muy próximo a la Estación de Sants. En la librería de aquel magno hall donde convivían viajeros que buscaban los andenes de los trenes con transeúntes habituales, me inicié en la lectura de diarios cada mañana cuando entraba o salía del metro que me transportaba a casa, dos paradas más allá -línea azul- en Badal. Primero los ojeaba sin abonarlos con la complicidad del dependiente que ya me conocía, y a partir de segundo o tercero de BUP, me convertí en un comprador diario.
Ahora, consumidas ya casi dos terceras partes de ejercicio profesional a lo largo de mi existencia, la perspectiva es otra. Posiblemente la práctica del Derecho me habría reportado una mejor calidad de vida a partir de un horario laboral más ortodoxo del que depende una concicliación con la vida familiar que jamás he podido realizar, ingresos superiores y, en los tiempos que nos corresponde vivir, quizás una mayor estabilidad en todos los órdenes.
Sí, mi vida habría sido muy distinta. Seguro que habría podido disfrutar más de la niñez de mis hijas, jamás habría estado escribiendo en el ordenador en la redacción del periódico a las doce de la noche, la una o a las dos de la madrugada y, sin duda, los domingos y festivos los habría dedicado al descanso semanal para compartirlo con los míos, como hace la gente 'normal', y no a gastar sus horas en un campo de fútbol, una cancha de basket o, después, en el periódico.
A finales del verano de 1986, apenas días después de acabar el servicio militar, vendí mi alma al diablillo de esta profesión. Quizás entonces no medí las consecuencias, quizás entonces nunca calibré las renuncias, quizás entonces nunca imaginé los extremos que conlleva la práctica del periodismo, especialmente el deportivo al que me he dedicado casi siempre. Confieso, sin rubor, que en ocasiones he envidiado a trabajadores de cualquier otro gremio. Les aseguro que hay que tener costra para volver a la redacción a las 11 de la noche, cuando ya has estado todo el día en ella, o salir de tu casa cada domingo después de comer y no regresar hasta la medianoche una semana tras otra, un mes tras otro, un año después de otro.
La paradoja, no obstante, es que si volviera a nacer elegiría la misma profesión. ¿Masoquismo?, se preguntarán. No, digamos que se trata de gusto por el trabajo. El periodismo rompe la rutina de vez en cuando provocando una subida de adrenalina fantástica. No creo que ganar un pleito me reportara tanta satisfacción como descubrir una noticia, elaborar un reportaje interesante o leer una entrevista en la que haya conseguido extraer la personalidad oculta del entrevistado. Dirigir y presentar un programa de televisión o radio, con audiencia contrastada que genera opinión y comentarios después de su emisión, supone una satisfacción personal, plena, tanto como el reconocimiento a un buen artículo en prensa. Incluso la polémica y los desencuentros, inherentes a la profesión, también ejercen en mí una atracción inevitable. Si a ello sumo las experiencias profesionales en acontecimientos de relieve nacional e internacional, los viajes y la posibilidad de haber conocido a grandes compañeros, ¿qué quieren que les diga?, soy periodista, lo seré hasta que consuma mis últimos días, y me enorgullezco de ello.
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