Reconozco que cuando me iniciaba en el estudio de los atlas geográficos me gustaban las fronteras rectilíneas y de grandes dimensiones. Me parecía que las divisiones entre estados estaban mejor definidas que las serpenteantes fronteras fluviales o las jalonadas por inaccesibles picos montañosos.
Con el tiempo comprendí que aquellas divisiones procedían de repartos coloniales o de impetuosos procesos de descolonización, incluso del capricho de exploradores o de obscuros intereses económicos. Entrañaban, por una parte, romper lazos humanos entre poblaciones autóctonas que con el tiempo se rebelarían o emanciparían. Por otra desconocían que en el subsuelo de aquellas extensas estepas o desiertos aparecerían con los años y con nuevas tecnologías, inesperados yacimientos de gran riqueza en forma de minas o de pozos de petróleo o de gas.
En nuestro Sáhara Occidental una generación de españoles vivimos los dos ejemplos. Por una parte asumíamos que un «ligero error» en la medición de un meridiano, había incluido las Salinas de Iyil en la Mauritania francesa y que, por casualidades de la vida , en la franja hurtada a España, apareció la mina de hierro más rica del Africa Occidental.
En otro aspecto, en Bu Craa, la mina situada al sur de El Aaiun la capital del territorio que fue provincia española, se explotaba a cielo abierto una veta rica en fosfatos y nos convertimos en rivales del lobby mundial que controlaba sus precios. Nuestro Gobierno había apostado fuerte por ella. Pero, a la larga, fue una de las causas de la pérdida del Sáhara y en cierto sentido de la diáspora de su población autóctona. Resumo: no siempre la riqueza entraña paz.
Vivimos estos días el drama de un Estado fallido como es Mali y la reacción inmediata de un grupo terrorista procedente de Libia contra una instalación de gas ubicada en Argelia. Es decir, el conflicto que lleva larvado años entre estas fronteras de difícil definición, afecta a tres países, involucra a Francia, a las Naciones Unidas, a la Unión Africana, a la Unión Europea ,a EE UU, a Alemania, a España –dependiente del gas de Argelia–, y hiere a otros –Japón, Filipinas, Noruega– cuyos nacionales fueron utilizados como rehenes y asesinados sin más juicio y delito que el de ser occidentales.
El estudio actual de la frontera entre estos tres países nos lleva a una primera pregunta: ¿Quién puede controlar estos extensos territorios y los movimientos de su población nómada, que no ha asumido más límites que los que leen en las estrellas ? De ahí que contaminados o utilizados por movimientos y personas procedentes de Libia o de Afganistán o reclutados por la internacional yihadista, hayan creado un pseudo estado que hace del terrorismo extorsión, financiación y medio de acción política.
La soberanía de las naciones entraña el control de su territorio y por supuesto de sus fronteras entre otras funciones fundamentales. Bien sé que no es fácil, pero este control es necesario. Es mucho más caro –ya lo va siendo– no hacerlo.
El fin de las guerras que asolaron Centroamérica en los ochenta –Nicaragua, El Salvador, Guatemala– se inició con un acuerdo firmado por todos los presidentes del istmo en Esquipulas, la bella ciudad guatemalteca que guarda orgullosa un Cristo donado por Felipe II. Declararon sencillamente que «ningún país alimentaria la guerra en el país hermano».
Fue esencial, porque entre ellos quedaban zonas fronterizas sin definir –los bolsones– procedentes del proceso de descolonización y de la propia aridez de los terrenos, muchos de ellos selváticos. Pero en ellos acampaban los movimientos insurgentes, ya fuese la «contra» nicaragüense, el FMLN salvadoreño o la URNG guatemalteca.
Tenemos otros ejemplos más cercanos: ETA creció cuando encontró permeabilidad en la frontera francesa y organizaba cómodamente sus santuarios en territorio galo.
Recientemente también vimos cómo las FARC buscaban cobijo tras la frontera ecuatoriana. No les tembló el pulso ni al entonces presidente Uribe, ni a su ministro de defensa Santos, que le sucedió en el Palacio Mariño. Hoy ya están negociando en La Habana.
Vuelvo preocupado a Malí. Hablamos de un país de extensión dos veces y media la de la Península. ¿Pueden cubrir 2.500 soldados franceses o los 3.000 de la Unión Africana que se preparan para desplegar, la seguridad de un país tan extenso? ¿Pueden garantizar el control de sus fronteras? ¿Pueden rehacer un Estado producto de un golpe militar, sin un esqueleto legislativo, judicial y de seguridad que lo sostenga? Reconozcamos que sólo Francia , bien apoyada por la comunidad internacional, puede intentarlo.
Un primer paso para «fijar» a Al Qaeda en el desierto común del Sahel, pasa necesariamente por controlar fronteras y los movimientos insurgentes. Colapsar sus fuentes de financiación, especialmente las provenientes de la droga y –por supuesto– de los secuestros. Ya sabemos en España lo que nos costó recuperar a tres cooperantes barceloneses. Uno de los racimos de Al Qaeda domina el Sahel. El reto es grande.
Publicado en "La Razón" el 24 de enero de 2013
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