Las espirales de violencia están bien estudiadas por sociólogos y psicólogos. Se sabe cuándo y cómo empiezan, pero no cuándo y cómo acaban. Por mucho que quieran justificarse o entenderse determinadas actitudes y por mucho que se acoten y comparen tiempos, las imágenes, dentro y fuera del Metropolitano, de unas supuestas aficiones deportivas, crispadas, gesticulantes y vociferantes que aprovecharon una final de la Copa de S.M el Rey para insultar a todo lo que representase la España de todos son más que preocupantes. Michael Ignatieff, el buen historiador, periodista y pensador canadiense, que retrató como nadie el estallido social que degeneró en dos guerras civiles en Yugoslavia, se pregunta en su libro «El honor del guerrero», cómo se llega a este paroxismo. Relata lo que presenció en marzo de 1993 en Mirkovci, un pueblo situado al este de Croacia. Dividido en dos partes y en dos frentes de guerra –serbios y croatas– «quienes habían compartido el mismo colegio, trabajado en el mismo garaje o salido con las mismas chicas» ahora se disparaban a muerte como enemigos». ¿Cómo se siembra, un grano tras otro –se pregunta Ignatieff– la semilla de la paranoia mutua en el terreno de una vida común? Esta Yugoslavia, dice, «en tres años ha retrocedido los cuatrocientos que separaban el final del feudalismo de la aparición de los estados modernos». «Se había retrocedido desde la civilización –tolerancia y convivencia– al mundo hobbesiano de la guerra, el del hombre convertido en lobo para el propio hombre. Y señala las fases en este cambio: primero, cae el Estado que está por encima de las partes; luego, aparece el miedo hobbesiano; a continuación, la paranoia nacionalista y tras ella, la guerra. Y no hablo de un país perdido en el centro de África. Hablo de un trozo de Europa a una o dos horas de avión de España.
Blog: Entre dos islas
Indignados y crispados
04/06/12 10:46
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