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Merecía la fidelidad de dos millares de menorquinistas asiduos al Pavelló un partido como el de ayer coronado con una victoria estimulante, bella, redentora, como aquellas inolvidables de la época no tan lejana en la Liga de las estrellas. Fue el de ayer, sin genero de dudas, el mayor gozo que cobraron jugadores y afición en el último año porque el encuentro, sin ser una manifestación baloncestística de primer nivel, sí aunó competitividad, alternativas, intensidad y emoción... con final feliz, por supuesto. El triplazo de David Navarro, consecuencia también de dos decisiones erróneas del Granada, proporcionó un éxtasis ya olvidado por estos lares.

Y si Navarro se llevó la gloria como figura que es de esta plantilla cien por cien nacional, fue el capitán del equipo, Urko Otegi, quien hizo acopio de la mayor responsabilidad en una reacción sorprendente.

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Andaba el equipo camino de una derrota dolorosa al final del tercer acto cuando dos canastas suyas mantuvieron la pugna abierta. Ese derroche enérgico, el corazón que le late a mil en cada acción como si en ella le fuera la vida, resultó contagioso en el segundo estirón granadino del último tramo. El hombretón donostiarra apretó los puños, gritó, pidió calor a la grada y de su fortaleza emanó un espíritu contagioso para compañeros y aficionados. Otegi se creció, el equipo creyó en sí mismo y la grada rugió. Entre los tres alcanzaron la meta.

No será nunca o casi nunca el máximo anotador, tampoco garantiza regularidad en el rebote, errará canastas sencillas y algún rival rentabilizará sus despistes defensivos. Pero donde no le alcanza el talento sí le llega la casta, la fuerza, el compromiso y la profesionalidad de la que siempre ha hecho gala. Ayer ejemplarizó una vez más todo lo que es capaz de hacer y hay que agradecérselo.