Todo parecía estabilizado. Túnez procedía de un envidiable proceso de descolonización conseguido con habilidad por Burguiba en 1956. Francia había instaurado su Protectorado en 1881 y concedió la independencia de la mano de Pierre Méndes-France, evitando los conflictos que luego se producirían en Argelia. Túnez, situado a dos pasos de Sicilia, constituía un magnifico tapón estratégico que cerraba la expansión del comunismo por el norte de Africa. Por esto fue mimado por todo occidente, incluidos, por supuesto, los Estados Unidos.
Pero el «combatiente supremo» Burguiba convirtió sus últimos años de mandato en tiempos de abuso de poder y de caprichos caligulares. Su ministro del interior, el hoy depuesto presidente Ben Ali, le declaró demente senil en un «golpe de estado médico» y mandó en 1987 al veterano dirigente, a descansar a su villa mediterránea de Monastir.
Ben Ali, militar de carrera, artillero, se había formado en Saint Cyr y en Fort Holabird, USA, donde siguió cursos de inteligencia y contrainsurgencia. Tras su paso como agregado militar por Rabat y Madrid, ocupó el cargo de embajador en Polonia. Allí cambió su rumbo, que le llevaría al Ministerio del Interior y luego a la presidencia de la República. Ahora el Ejército no ha querido arroparle mas. Bien conocían los militares cómo se había separado de sus costumbres, cómo el poder le había llevado al despotismo, al abuso y al atesoramiento. Había hecho suya la sentencia «el poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente». El Ejército, además, nunca le había perdonado el «accidente» de helicóptero sufrido en 2002 por el entonces Jefe de Estado Mayor Skik Abdelaziz. Demasiados nubarrones enturbiaron la investigación. No era hombre Ben Ali que admitiese críticas, ni siquiera de sus compañeros de armas y nunca escapó de la sospecha.
Pero todo parecía estabilizado. Dos presidentes en 53 años; un alto índice de alfabetización –indiscutible huella francesa–; un crecimiento económico del 5% a pesar de no tener petróleo ni gas como sus vecinos; buena entrada de divisas de sus emigrados a Italia y Francia y de un turismo en ascenso bien apoyado en la historia, la cultura y el buen clima del país; buena imagen y buenas relaciones con su entorno.
No obstante, de sus 10,5 millones de habitantes, cerca de siete son menores de 30 años. El paro alcanza el 30% en zonas del interior y precisamente en este sector de la población, las expectativas de trabajo son limitadísimas.
No debe extrañar que la revuelta empezase el 17 de diciembre en Sidi Buzia, un pueblecito del interior, a raíz del suicidio a lo bonzo de un estudiante –Bouazizi– a quien la Policía destruyó el puesto de frutas con el que difícilmente subsistía.
El malestar se extendió por todo el país. El motivo primario, el alza de precios del pan, el azúcar y la leche. Desbordada la Policía, el presidente llamó al Ejército. El general Rachid Ammar se negó a dar la orden de abrir fuego contra las masas y dimitió. Ahora, tras la huida de Ben Ali, es un referente, el hombre fuerte, al mando de un reducido pero disciplinado y respetado Ejército de 35.000 efectivos –frente a los 120.000 de Policía y gendarmería– que se ha mantenido neutral políticamente.
Durante algo más de cinco décadas se había sacrificado libertad por estabilidad. Lo reconoce Sarkozy: «No fuimos capaces de ver la desesperanza de los tunecinos» detrás de su aparente bienestar económico.
El papel del Ejército es ahora crucial. Su Jefe ha dejado claro cómo piensa: «Vuestra revolución es nuestra revolución». Pero debe asegurarse de que no se producirá un vacío de poder de consecuencias suicidas, una vez disuelto el Reagrupamiento Constitucional Democrático (RCD) de Ben Ali, que tenía dos millones de afiliados, cuando son impredecibles las decisiones de su sindicato único, la CGTT, cuando han huido del país muchos dirigentes. Porque, además, la espontánea revuelta, sin líderes aunque con mártires, se ha convertido en una primera muestra de lo que puede suceder en entornos inmediatos. Véanse los acontecimientos de estos días en El Cairo. De ahí que el papel estabilizador del Ejército sea esencial.
Jose María Marco, en estas mismas páginas (24 de enero), resumía magistralmente la situación: «La revuelta se ha movido en términos políticos propios de la tradición democrática y liberal, sin caudillos, y manejando conceptos como la responsabilidad, la opinión pública, la participación o la crítica».
Con estos mimbres, y solo con ellos, Túnez debe construir su Transición. Aquí tenemos experiencia. Los responsables de aquel momento, el Rey a la cabeza, supieron encontrar la estabilidad institucional, aun a costa de sus propios intereses e ideologías. Aunque parezca que hoy se esté resquebrajando su obra, nunca agradeceremos suficientemente lo que aportó aquella generación.
A esto se enfrenta hoy Túnez. A una transición que deberá desechar a oportunistas y pescadores en río revuelto. Que deberá encontrar a quienes quieren servir y no servirse. ¡Cultura, historia y experiencia suficientes tiene el pueblo tunecino, para realizar su propia Transición, de la misma manera con que hizo con su descolonización!
Libertad y estabilidad son completamente compatibles. Dependen de quien las administre.
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Artículo publicado el 27/01/2011 en "La Razón"
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