Tenía mis dudas, pero esta tarde he salido de ellas. Siete de la tarde. Intento enviar un paquete postal. Saco el papel de mi turno. Tengo a dieciocho ciudadanos delante. Dos funcionarios. Calculo mi tiempo a la velocidad de despacho. No puedo esperar 40 minutos y me voy. ¿Solución? ¿Un servicio de compañía privada en el Polígono?
No hace demasiado tiempo, la oficina de Correos de Mahón tenía a sus funcionarios especializados: en un sector se entregaban cartas y paquetes, en el otro se recogían. Por un elemental principio de la división del trabajo, el ritmo era eficaz y las esperas del contribuyente relativamente breves. Ahora no. Ahora es el todos a todo. Todos se levantan. Todos buscan. Todos se cruzan. Todos desaparecen.
Podría pensar que es un problema de selección de personal. Pero no. Pienso mal. A alguien no le interesa un servicio postal eficaz, un servicio que pagamos todos. Alguien prefiere el caos y convencernos que para mandar un envío es mejor ir al Polígono, a una empresa privada. Con lo cual consiguen que el imbécil ciudadano que todos llevamos dentro pague con sus impuestos un servicio público, a la vez que debe pagar otra vez a una empresa privada que le sirve con más diligencia. Elemental.
No es la primera ofensiva que sufre el servicio. Durante la Transición, unas huelgas salvajes de los trabajadores de Correos de entonces estaban animadas –y sufragadas– por las que posteriormente fueron compañías líderes del sector del "mailing".
¿Puede alguien rebatirme lo que digo?
¿Hasta cuándo el ciudadano imbécil que llevamos dentro, que traga con todo lo que le echen, va a estar de brazos cruzados?
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