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Raquel Marqués Díez

Quinqui: "Persona que pertenece a cierto grupo social marginado de la sociedad por su forma de vida". Así lo define la R.A.E., aunque el diccionario de una conocida cabecera nacional va más allá y se atreve con el ejemplo: "...cierra bien el coche que hay muchos quinquis por este barrio...".

El Centre de Cultura Contemporània de Barcelona acoge desde hace unos días al macarra como objeto de estudio y éxito de taquilla. "El Jaro", "el Torete", "el Pirri" o "El Vaquilla" resurgen de sus cenizas para formar parte de una muestra que reconoce su boom mediático. Prensa y cine se hicieron eco de las correrías de las pandillas de delincuentes juveniles que proliferaron en la España de los años setenta y ochenta. Sólo entre 1978 y 1985 vieron la luz una treintena de películas del género quinqui. Entonces, aquellos chicos de reformatorio -que con el tiempo se convirtieron en mito- estaban a años luz de las salas de exposiciones. Ahora, su universo cuelga de la Cultura -y lo hace nada más y nada menos que en un espacio museístico-, como evocación de una estética y del reflejo de las transformaciones urbanísticas, sociales, políticas y económicas que vivió el país durante ese periodo.

Choca ver la estética de la desdicha. Bandas de barrio ataviadas con jerseys de cuello vuelto, descamisados, pantalones de campana, el famoso Seat 127, mini chupas de cuero o cazadoras vaqueras a lo torero... Hoy, los espectadores miran al quinqui con recelo, como a aquella panda de desaliñados que no sabía qué hacer con su vida, sin pensar que el hábitat de los macarras del mañana, es decir el nuestro propio, será expuesto en el Guggenheim del año 3010.