TW
0

Diego Prado
La mayoría de los autores románticos tuvieron vidas que se prestan a la fabulación y a la común idolatría, pero de todas ellas la de Poe viene a configurar un universo aparte, indisociable de su obra, que incluso ha despertado la atención del estudio psicoanalítico y que forma parte para siempre de la iconografía colectiva de la literatura. Su existencia llena de amarguras y caídas en el abismo contribuyó a crear una especie de leyenda en torno a su recuerdo, hasta el punto de que hoy su categoría de clásico imperecedero no le exime de su condición de auténtico maldito.

Poe llegó a Europa gracias a otro hombre de vida desordenada, Baudelaire, y a través del género que menos fama le dio en vida: la poesía. De hecho, durante mucho tiempo, su obra narrativa eclipsó al enorme poeta que había en él. Fue el viejo continente, a través de la veneración de los simbolistas franceses, quien descubrió que Poe no sólo era el primer gran poeta americano, sino -en palabras de Allen Ginsberg- el padre de toda la poesía americana moderna. Aunque es cierto que han quedado en la memoria los versos de "El cuervo" o "Anabel Lee", la poesía de Poe está lejos aún de ser bien conocida entre el público no iniciado. Una parte de culpa está en el éxito de sus cuentos de terror, conocidos en todo el mundo y paradigmas del cuento literario clásico, que inspiraron a toda una estirpe de cuentistas y narradores excepcionales (desde Stevenson a Love­craft, desde Maupassant a Le Fanu, desde Quiroga a Borges y Cortázar). Otra causa cabe hallarla en la no siempre sencilla comprensión de sus versos, repleto de símbolos que nos sumergen en un mundo de ensoñación personal complejo, cercano a la alucinación. El propio Poe aseguraba no saber nunca lo que había escrito, como si el delirio le hubiera dictado las estrofas, lo que le convierte a su pesar en el precedente de la literatura espontánea o automática propia de la Generación Beat americana de los 50 del siglo XX.

Como mucha gente, descubrí a Poe en mi primera juventud, pero curiosamente no lo hice a través de los cuentos, sino de su única novela "Narración de Arthur Gordon Pym" en una vieja edición de Alianza con traducción de Julio Cortázar, que desde entonces fue el único traductor a través del cual he leído la obra en prosa del bostoniano. Aquella rara novela, en realidad inacabada, se fue publicando en folletín hacia 1835 en la revista Southern Literay Messenger de Richmond, y se reconoce inconclusa aunque Poe quiso dejarla con un final abierto y estremecedor, cosa que hizo de un modo un tanto precipitado pero que logró el mayor de los terrores imaginables: lo que no se puede describir. Tendrá que ser la imaginación del lector la que deberá poner de su parte para saber qué le sucede al protagonista frente a la estatua de hielo, es decir, serán los miedos más íntimos de cada uno los que concluyan el libro.

Posteriormente pasé muchas horas frente a los cuentos de Poe, que fue el verdadero artífice del cuento moderno. "El escarabajo de oro", por ejemplo, no sólo es uno de los cuentos más perfectos de la historia de la literatura, sino que contiene por sí solo todos los elementos clásicos del cuento literario: la tensión, el ambiente, la aventura y el desenlace sorprendente que todo gran relato corto debe tener. Cortázar, gran poeiano y maravilloso cuentista, dijo de esta obra que "aún hoy tiene en suspenso el aliento de todo adolescente imaginativo". En efecto, quien descubre los cuentos de Poe a los 12 o 13 años ya no los olvida nunca. Muchas veces he vuelto a releerlos cuando el género me tenía ahíto o falto de emociones, siempre sorprendiéndome de nuevo. Edgar Allan Poe es uno de esos autores a los que se retorna, porque su obra no tiene edad y su eterno tema (que no es otro que el de los abismos interiores del ser humano) nunca deja de ser actual. Inclusive desde el punto de vista formal, para un escritor es necesario recurrir de vez en cuando al componente estructural de Poe, a ese peculiar enfoque del cuento como una precisa maquinaria de relojería donde cada detalle y cada situación deben encajar a la perfección. Para la historia quedan pequeñas piezas de orfebrería imaginativa como "Manuscrito hallado en una botella", "El gato negro", "La caída de la casa Usher", "Berenice" (que adelanta ya el tema vampírico) o "Los crímenes de la calle Morgue" (que inaugura, lejos de Europa, la narrativa policíaca y detectivesca en un París inventado).

Pero aún hubieron de pasar algunos años más para que uno descubriera al Poe poeta. Si no recuerdo mal, ello ocurrió durante el largo verano de 1992, estío especialmente pródigo en descubrimientos y búsquedas. Cayó en mis manos una ajada edición bilingüe, no recuerdo la editorial, que perdía páginas como si deseara adelantar un otoño que mi espíritu adolescente no deseaba. Lo que encontré en aquellas hojas llenas de sarro fue una revelación poderosa y sorprendente, únicamente comparable a la que me dispensó la primera lectura de Whitman. En esos años azules, tan frágiles ya al recuerdo, solía leer hasta altas horas de la noche y en aquellas vigilias letraheridas apareció esa maravilla llamada "Ulalume": Los cielos eran cenicientos y sombríos (?)/ era de noche en el solitario octubre. Y sobre todo "Anabel Lee", el gran poema donde Poe recreó el amor de Virginia, su esposa-niña, prima suya y tuberculosa que no llegó a vivir más allá de sus 15 años.

La vida de Poe fue un descenso sin red hacia el infierno, que como se sabe está en la tierra. Incapacitado para llevar una vida ordenada y normal, atormentado por su problema con el alcohol (bastaba una sola copa para que el autor perdiera el norte), siempre agobiado por la miseria y los síntomas de lo que -se ha especulado luego- pudo ser una enfermedad cardíaca que le hacía consumir láudano, cada vez más debilitado psicológicamente, conservó no obstante la lucidez suficiente para urdir una obra imperecedera. ¿Qué no habría sido capaz de hacer con una vida tranquila y sin sufrimientos?

Este año se ha conmemorado en todo el mundo el 200 aniversario de su nacimiento. El hombre que murió solo, tras cinco días de espantosas alucinaciones etílicas, es hoy recordado y amado. Con frecuencia, cuando el verano renueva los rostros de la juventud y hay risas de nuevo y la brisa me trae hasta aquí el tímido recuerdo de la isla, también yo pienso en Edgar Allan Poe. Pienso en él y pienso en el que fui cuando descubrí sus palabras, tantos años ya. Y a solas, con una sonrisa cómplice que me delata, me voy diciendo a mí mismo:Yo era un niño y ella una niña en un reino a orillas del mar...