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Raquel Marqués Díez
Gaby, el músico, se ha echado al mar. Dice haber reunido el valor suficiente como para despistar a los latidos de su corazón. En su primera crónica que me arriba vía email me insiste en la vida que hay al otro lado. Decido darle la razón al más puro estilo telegráfico. "Querido Gaby. Stop. Mientras navegas para sacudir tu desdicha. Stop. En la moderna y cetrina sociedad que has dejado a lo lejos, se me hiela la sangre de ver cómo se conmemora casi por igual a Darwin que a San Valentín. Stop. Nada nuevo en el frente. Stop. Los sollozos por la crisis han mermado toda esperanza. Stop". Con su guitarra sujeta a la litera del camarote, Gaby surca los océanos con la ilusión de reconocerse frente al espejo. Han pasado noventa y tres días y aún no se ha visto, ni tan sólo en un cielo negro salpicado de estrellas. En una travesía donde el fuerte viento le empujaba hacia un nuevo destino, me cuenta cómo se vio obligado a fondear en un pequeño puerto de ciento cincuenta y dos habitantes. Saltó del velero y se tomó un café en el único bar del pueblo. Cenó, jugó a las cartas y escuchó las historias de los viejos marineros. Sólo de regreso al barco se dio cuenta de que iba sin zapatos, había logrado descalzarse del mundo, pero no de su alma.