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PABLO JIMÉNEZ
En Bangalore, el viajero busca su hotel.
A su memoria vienen imágenes: habitaciones de techos altos, muebles antiguos de teca en los que reluce la cera con el paso imperceptible de un trapo de algodón.
Recuerda que se sirven los desayunos en una veranda que da al jardín.
El edificio es un caserón de madera que cruje bajo los pasos de sus clientes, aunque el viajero, en un impulso romántico, sospecha que lo hace sin la ayuda de nadie, como una voz, como una respiración, como un soplo de vida autónomo de su estructura.
El viajero recorre la ciudad y mira con perplejidad como las avenidas, en las que perviven centenarios ficus de Bengala, son atravesadas por infinitud de vehículos que cruzan sus trayectorias entre el ruido persistente de sus bocinas. En sus recuerdos -que no suyos sino del tiempo pretérito que lo subyugó- las avenidas son tranquilos paseos entre los grandes jardines al este de la vieja ciudad, allá donde se expande el ensanche colonial.
Sabe que la ciudad fue siempre ruidosa como por otra parte lo son todas las ciudades del país, pero ahora se amedrenta ante los vehículos de motor que se adueñan del espacio público entre vaharadas de humo y trepidar de cláxones.
Está más allá del parque diseñado por lord Cubbon, y ve grandes edificios con enormes neones que le recuerdan otros muy lejanos. No acierta a comprender dónde se hallan aquellas casas con tejados inclinados con desmesura que se mimetizaban en la textura exuberante de sus jardines.
Mira a un lado y a otro, recorre las calles, se sitúa en las intersecciones para lanzar la vista a lo lejos. Hay paneles luminosos que indican lugares que no conoce, letreros de multinacionales encaramados en las fachadas y en las azoteas de los edificios, tiendas de moda que ha visto anunciadas muchas veces en la televisión.
Cuando llegó a la estación ferroviaria, aunque distinguió entre el gentío las columnas y la silueta de hierro de su edificio principal, notó algo en él que se sobrepuso a esa sensación placentera de lo conocido y que le puso sobre aviso. No sabía exactamente lo que era, tal vez la pasarela sobre las vías o la ampliación de la estructura techada sobre las plataformas. Era algo, algo que no estaba y que ahora sí, algo que no encajaba en sus recuerdos, si bien estos recuerdos no eran suyos sino prestados de los libros de memorias de antiguos viajeros británicos.
Pero esto es algo que el viajero ha olvidado. Puede que mezcle lecturas, vivencias, quimeras pero se siente dueño de sus recuerdos y de la vida que los hace consistentes. Por eso no entiende la ciudad que ahora le acoge, pero que en realidad no le acoge, porque eso solo sucede cuando se produce la asimilación, la integración de un cuerpo en el otro. Y esto no ocurre, el viajero se siente como un objeto extraño, que deambula por calles que le recuerdan otras de las que él proviene sin ser exactamente iguales.
Algo en el ambiente no le encaja?
Quizás losrickshaws-ahora a motor- petardeando entre el tráfico vertiginoso, quizás esos jóvenes con vaqueros y sudaderas con grandes números, quizás esas oficinas bancarias o esas tiendas de móviles, acristaladas pulcramente, publicitadas en llamativos colores?
No obstante, las vacas imperturbables entre vehículos y personas, los saris de aquellas mujeres, los dhotis de aquellos hombres?
El viajero está sorprendido. No entiende lo que ve. Es la primera vez que ve lo que ve y cree que lo que ve no se corresponde con lo que tendría que ver, porque en el recuerdo usurpado solo hay lugar para una visión y ante él se abren ahora múltiples.
El viajero busca su hotel, que no es un hotel cualquiera, es un hotel con empleados uniformados que hacen reverencias al decirsiren voz baja. Es un hotel al que se accede a través de un cuidado jardín y de su interior emana un tibio olor a sándalo y pétalos de rosa. Y en su hotel las cenas siempre son de etiqueta en mesas vestidas con manteles de seda y coronadas por búcaros de los que se descuelgan racimos de jazmines. Busca su hotel, su escondrijo donde liberar su recuerdo exhausto de tanto no encontrar el espejo donde reflejarse. Busca la calle, y a fuerza de preguntar, la localiza como también halla el número. Y allí se queda parado, mirando el contorno cúbico de un edificio de apartamentos erguido junto al monumental porte de un ficus gigante.
Pregunta por su hotel. Pregunta a los viandantes que son amables y quieren ayudarle. Uno de ellos, que viste como él, o como él debería vestir ya que el viajero abusa de las prendas que alguien allá en su continente llamó de explorador, le dice que su hotel fue derribado años atrás.Sir, le dice, su hotel ya no existe, y esesirno va precedido de una reverencia sino de una mirada limpia y directa.
El viajero se queda entonces mirando el edificio de apartamentos y luego el ficus. El árbol sí que estaba, piensa, o estaría, porque confunde los tiempos verbales, no sabe aplicarlos a esta situación que no entiende. Quiere concentrarse, pensar algo, pero no lo consigue. Si nota en cambio que le invade un sentimiento que le desborda su corazón: la inconmensurable nostalgia por un tiempo que nunca conoció y del que ahora, de repente, sin saber por qué, pone en duda su existencia.