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LOTHAR PABST
Érase una vez una pequeña niña llamada Ada. Ada vivió hace mucho, mucho tiempo, hace exactamente 25.236 años. En aquella remota época, los hombres todavía habitaban en cuevas naturales. ¡Pero que no induzca a una falsa impresión! ¡Vivir en cuevas podía incluso ser agradable!, suponían un recinto protegido, en verano eran frescas y en invierno más templadas que el exterior. Solamente cuando hacía mucho frió sus habitantes encendían una hoguera. Para ello colocaban un círculo de piedras para que no cayeran las ascuas al exterior. Por la noche, todos los miembros de la comunidad se acercaban al calor de la hoguera para dormir. Debido a que por la noche todos dormían y nadie alimentaba el fuego con más leña, se apagaba. Por la mañana sólo quedaba un montón de ceniza fría con trozos de leña carbonizados.
Una buena mañana, Ada se levantó un poco antes que los demás. Con mucho cuidado, para no despertar a nadie, se dirigió a la boca de la cueva para ver el tiempo que hacía. Como el día acababa de despuntar y todavía era bastante oscuro, tropezó con una de las piedras que delimitaban la hoguera y cayo de bruces en las frías cenizas carbonizadas; apenas consiguió amortizar la caída con sus manos. Cuando las miró, estaban negras. "¿Cómo voy a limpiar mis manos?" pensó. Pero Ada no tardo en encontrar una solución: Se fue a una pared de la cueva y rastregó sus manos sobre ella. El resultado la satisfizo bastante, pues sus manos casi estaban limpias. Más sorprendida se quedó sin embargo al observar la roca sobre la que había estampado sus manos, pues allí se distinguía claramente su impresión.
"¡Vaya que curioso!", pensó Ada. "¿Podría repetirlo?". Ada retornó a la hoguera apagada, hundió sus manos en las cenizas carbonizadas y volvió a estamparlas sobre la roca. Así apareció la segunda imagen de sus manos. "¡Que juego tan divertido!" exclamó entusiasmada. A continuación Ada contó el número de miembros de su familia y plasmó por cada uno las huellas de sus manos sobre la roca, colocándolas de tal manera que fueran formando un verdadero cuadro.
Entre tanto se había despertado el padre de Ada y observó sorprendido el cuadro de su hija. "¡Vaya que dibujo más bonito que has hecho!", exclamo, "¿cómo lo has hecho, hija mía?". Ada le explico con todo detalle como había generado el cuadro. "Yo también quiero probarlo", dijo el padre, "pero de otra forma". "Voy a dibujar en la misma pared una cabra salvaje, quizás nos de suerte durante la caza de hoy y nos ayude a coger una". Tras lo dicho, el padre cogió un ascua carbonizada y dibujo una cabra salvaje sobre la roca al lado de las huellas de las manos de su hija. "¡la cabra salvaje me gusta aún más que el cuadro de mis manos!", dijo la pequeña Ada, "pero papa, una cabra salvaje tiene la piel marrón, y en tu cuadro esto no se reconoce bien", sentenció a continuación la niña. "Tienes razón", dijo el padre y, tras pensar un rato, recogió un poco de la arcilla marrón que había al fondo de la cueva y, todavía un poco inseguro, empezó a rellenar la silueta de la cabra silvestre. "¡Ahora si que se parece a una verdadera cabra, papa!", exclamó la niña riéndose. Dio la casualidad que justamente ese día el padre logró capturar una estupenda cabra silvestre. Con esta pieza la familia podía subsistir por algún tiempo.
Con el tiempo, la cabra silvestre representada sobre la roca fue admirada por los cavernícolas del entorno, tanto próximo como más lejano. Más sorprendidos aún se quedaron los visitantes, cuando se enteraron que tras dibujar la cabra silvestre, el padre consiguió dar caza a una el mismo día. De este hecho rápidamente se corrió la voz. "¿Había una relación entre el cuadro y el éxito en la caza?", se preguntaron los otros cavernícolas. "¡Podría ser!", pensaron, y desde entonces aparecieron en varias cuevas una multitud de dibujos de búfalos, osos e incluso mamuts, esbozados con la esperanza de poder cazarlos.
De tanto en tanto se reunían todos los cavernícolas de los alrededores para relatar sus cacerías. Lo que más les interesaba, era si había una coincidencia entre los animales dibujados y los realmente capturados. Esto variaba de caso en caso, hasta que uno sorprendió a los reunidos con la observación "¿Habéis visto una alguna vez un animal capaz de dibujar a otro animal?". Esto, efectivamente, hasta el día de hoy no lo ha visto nadie. El mismo individuo prosiguió: "Hasta ahora habíamos creído que somos seres vivos como cualquier otro, pero, quizás no seamos como los demás seres vivos... ¡Debemos ser algo completamente distinto!". Miles de años más tarde, esta especies singular capaz de plasmar sus visiones y fantasías de forma permanente fue llamada Homo sapiens sapiens
Las representaciones pictóricas de esos cavernícolas ya reunían todos los criterios que actualmente definen una obra de arte. Y además demuestran un altísimo nivel artístico, pues, por un lado son específicos para la época en la que fueron creadas, y por otro, porque fueron la chispa inicial, decisiva para la creatividad del ser humano. Estas obras no solamente aportan una representación artística de la prehistoria, sino que también marcaron las pautas por las que se rigieron las generaciones venideras, tal como las marcarían las verdaderas obras artísticas de la humanidad a lo largo de todos los tiempos.

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traducción: Joaquín Pabst Ottowa-René