«El mundo se cae a trozos mientras hablamos de las anécdotas más estúpidas», afirma el filósofo y teólogo Francesc Torralba (Barcelona, 1967) cuando nos insta a descubrir la inteligencia espiritual, que nos da cordura en este mundo de estímulos y respuestas.
Catedrático de la Universitat Ramon Llull, hoy (20,15 horas) el profesor Torralba ofrece una conferencia en el Seminario de Ciutadella, organizada por Justícia i Pau Menorca, sobre el tema «Pacificar el jo, pacificar el món»
¿En qué consiste la inteligencia espiritual?
—Es la inteligencia más genuinamente humana. Nos habilita para interrogarnos sobre el sentido de la vida, nos capacita para maravillarnos de la realidad, para tomar distancia de nuestra existencia, valorarla y vivir libremente. Somos seres polifacéticos, capaces de calcular, pero también de meditar, de orar y de contemplar. La inteligencia espiritual es inherente a todo ser humano y nos hace radicalmente distintos de los artefactos técnicos.
¿Cómo descubrir la fe en estos tiempos líquidos de ChatGPT?
—La fe es un don, un enigma; constituye la respuesta a una llamada, un modo de dar sentido a la existencia. También en tiempos líquidos o gaseosos existen testimonios de esta fe que nos conmueven y nos dan que pensar.
Afirma que el relativismo moral conduce a la barbarie y al todo vale. ¿Cómo combatirlo?
—El relativismo no acepta jerarquías, ni distingue valores objetivos. Cuando todo vale, también vale la explotación, la humillación, la vejación, la violencia y la agresividad. Es preciso identificar unos principios éticos fundamentales como la dignidad humana, la libertad y la equidad, pues sin ellos se desmorona la arquitectura de las democracias liberales.
¿Por qué aumenta el laicismo y dejamos de creer en Dios?
—Crece en Europa, pero no debemos sucumbir a una visión eurocéntrica. Dios se ha convertido en un objeto extraño, lejano, en un ser irrelevante para una gran parte de ciudadanos europeos. Eso exige por parte de los teólogos un ejercicio de autocrítica. Es fundamental comunicar la esencia del mensaje cristiano de modo que sea significativo para el ciudadano actual. Para ello, es esencial deconstruir tópicos y prejuicios y ser receptivos a la fuerza del Evangelio.
Pacificar yo y el mundo. ¿Es factible o un bello desiderátum?
—Hablemos de procesos de pacificación. La paz plena y absoluta está fuera de nuestro alcance. Somos seres finitos y limitados, sin embargo, podemos pacificar nuestros entornos más inmediatos. Depende de lo que hagamos, de las palabras que digamos, de cómo nos relacionemos con los demás. Solo puede pacificar su entorno quien tiene paz interior, quien se acepta a sí mismo y posee tranquilidad anímica. La paz del mundo y la paz del yo están íntimamente relacionadas.
¿Es posible erradicar la violencia institucionalizada y la injusticia social?
—Primero hay que tomar conciencia de ambas. Despertar la mirada crítica es clave, pues sin ella, no hay posible transformación. En segundo lugar, es determinante el compromiso, la entrega personal, la confianza en qué algo puede cambiar. Sin esta esperanza, no hay lucha ni entrega. Y, en tercer lugar, es clave el factor comunidad. Solos no podemos transformar el mundo, pero unidos es posible cambiar estructuras y violencias.
¿Tienen vigencia hoy la Pacem in Terris de Juan XXIII?
—Aquella encíclica marcó un hito en la Doctrina Social de la Iglesia. Desde 1963 el mundo se ha transformado, pero las enseñanzas de Juan XXIII siguen siendo vigentes. El Papa Francisco nos invita a tener una relación pacífica con el entorno natural, una vinculación armónica con la naturaleza. Existe una línea evidente de continuidad entre el magisterio de Juan XXIII y el Papa Francisco en Laudato Si.
Vivió la muerte de su hijo Oriol, de 26 años. ¿Cómo logró afrontarlo y superarlo?
—No se supera nunca una experiencia de este tipo. Se puede llegar a asumir, a integrar en la propia vida con paciencia, esperanza y con la ayuda de los demás. No cabe duda que la fe constituye un elemento clave. La esperanza en un reencuentro final más allá del espacio y tiempo es un antídoto a la desesperación, a la amargura y a la oscuridad.
¿Comparte que los padres no han de enterrar s sus hijos?
—Sí, pero la muerte no está bajo control humano. Irrumpe en el escenario de nuestra existencia cuando menos se la esperaba.
¿Qué lecciones descubrió tras aquella vivencia?
—Uno aprende a ser más humilde, magnánimo y compasivo. Se da cuenta que la vida es un don precioso, pero muy frágil e inestable. Aprende a valorar cada instante de su existencia, prioriza el uso del tiempo y lo dedica a lo que considera que tiene valor, agradece cada día de su vida como un regalo y relativiza las contrariedades que sufre en su día a día. En definitiva, la muerte de un ser amado es una oportunidad para crecer en humanidad.
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