Diego y Karina en la cocina del piso de la iglesia, donde afirman haber encontrado un hogar. | Gemma Andreu

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Diego Batista de Souza y Karina Crepaldi, originarios de Brasil, viven con sus hijos de seis y dos años en el piso de ayuda social que tiene la Iglesia Evangélica de Menorca en su sede de Maó. Antes estuvieron un año en la habitación de emergencia del mismo centro, después de un periplo por habitaciones alquiladas a precios desorbitados que sobrepasaban su salario, incluso en ‘pisos patera’ de Maó donde el hacinamiento es una realidad: ocho, diez o doce personas que no se conocen forzadas a convivir.

Su situación llegó a ser extrema, se vio literalmente sin techo, con su mujer y sus hijos, uno de ellos recién nacido, cuando la mujer que les había realquilado una habitación quiso recuperarla y, mediante una treta, aprovechó la ausencia de la familia para cambiar la cerradura y arrojar sus pertenencias a la calle.

Y así seguirían, afirma Diego, «si no fuera por la ayuda de la iglesia, estaríamos en la calle ahora mismo, he conseguido trabajo fijo pero con lo que gano no puedo salir a pagar un alquiler y vivir», asegura. Por primera vez desde que llegaron a Menorca, donde nació su hijo pequeño de dos años, tienen un sitio al que pueden llamar hogar, «hemos llegado a dormir todos en un cuarto de dos metros cuadrados con una sola cama para mi mujer y los niños, yo lo hacía en el suelo», relata.

Por ese mínimo espacio pagaba 150 euros al mes «y me llegó a pedir 200». Así, hacinados, vivieron unos dos meses y medio, hasta que en la iglesia, a cuyos servicios religiosos asistían, les ofrecieron la habitación de emergencia en la que permanecieron hasta poder entrar en el piso que ocupan actualmente. Pagan «un alquiler simbólico», dice este padre de familia, muy inferior al que les cobraban por una habitación individual, en la que se metía toda la familia, en un piso compartido.

Diego y Karina afirman que dejaron su ciudad, São Paulo, por los problemas de inseguridad y queriendo cumplir el sueño europeo, animados por un familiar que ya estaba en Mallorca pero con quien, una vez en España, la relación se torció.

Con un niño pequeño y otro en camino, un conocido les animó a mudarse a Menorca, al barrio Andrea Doria de Maó.

Poco más tarde, todavía con trabajo en B e ingresos de entre 700 y 800 euros, se mudó a otro piso compartido por el que pagaba 500 euros por la habitación. Tuvieron que acudir a Cáritas y Cruz Roja para poder comer.

Estaban realquilados, una práctica común, no pagaban a la verdadera propietaria del piso, sino a la inquilina original, que había dejado la vivienda pero hacía negocio con las habitaciones. Cuando quiso que se fueran, el matrimonio no pudo encontrar otro piso, «no te alquilan con niños», afirman, y los dejó en la calle cambiando las cerraduras.

Diego aún se angustia cuando recuerda aquellos días, cuando les echaron con un niño de 20 días y su hermano de cinco años. «Se quedó con la comida de Cáritas y la mitad de nuestras cosas, el resto lo tiró a la calle, no sabíamos qué hacer, el bebé llorando y mi otro hijo preguntando por sus juguetes y por qué cambiábamos de casa», explica afectado. «Después de tres años ahora estamos en un piso de verdad y sé que tenemos que salir», asume Diego, «pero a dónde, toda la Isla está cara, yo cobro un sueldo normal, de 1.300 o 1.400 euros y los pisos con una habitación no bajan de 800 o 1.000, y muchos son de temporada», se lamenta. Su mujer, Karina, que domina menos el español, intenta homologar su titulación como enfermera, ya que trabajó en el Hospital de Base de São José do Rio Preto.