Casa de acogida. El centro ha sido objeto de una pequeña rehabilitación tras el cambio de gestión al pasar de Caritas al Ayuntamiento - Javier

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Zacarías, Ángel, María (nombre ficticio) y Brahma son los primeros en llegar hoy a la Casa de Acogida de Maó. Acuden a comer y algunos de ellos, cuando caiga la noche, volverán al centro para dormir bajo un techo. Han llegado 30 minutos antes de la hora que marca el reglamento interno, la una de la tarde. Sobre las mesas del sobrio comedor en el que irónico destaca un recargado bodegón, hoy se han colocado doce cubiertos.

Hace varios días había 16, explica la trabajadora familiar que atiende el centro.

El silencio estremece. Algunos usuarios se sientan junto a las mesas y otros salen a un pequeño patio interior cercano. Cabezas bajas y la mirada perdida. La prensa intimida. La desesperada situación en la que viven desde el anonimato se ve amenazada en cierto modo. Comen gracias a la caridad y la dignidad que aún les empuja a seguir avanzando se avergüenza. Todo vence el hombre menos el hambre.

Garbanzos con patatas
En una pequeña cocina Sor Enriqueta, una voluntaria todo entrega y compromiso, ultima la comida de hoy; garbanzos con patatas de primero y 'paninis' de segundo. "También he preparado unas sopas con pan y huevo para una de las personas que acuden a la Casa porque acaba de ser operado de la vesícula", justifica solícita mientras levanta la tapa del guiso. Sabe que posiblemente ésta sea la única comida caliente que muchos se lleven hoy a la boca. La mayoría son personas entre 40 y 50 años que no trabajan, carecen de recursos económicos y por diversos motivos han perdido el apoyo familiar o son extranjeros y están solos en la Isla. Viven situaciones personales críticas, donde la autoestima fue hace tiempo la primera víctima en ser derrotada y donde los problemas con el alcohol aparentemente ya superados y de salud minan su día a día.

La Casa de Acogida les ofrece un refugio. Destacan de forma positiva los cambios que se han producido en el centro desde que Caritas dejara la gestión en manos del Ayuntamiento de Maó a principios de año. Los tres pisos del edificio situado en la calle Negres se han pitando, parte del mobiliario ha sido sustituido. Se han cambiado algunas ventanas, arreglado las canalizaciones y mitigado los olores de algunos baños.

La Casa cuenta con 12 habitaciones, pero en la actualidad solo seis personas duermen en sus camas y doce -todas ellas derivadas por Servicios Sociales-, se benefician del comedor social existente en el mismo centro. Este servicio era ofrecido hasta hace poco en un local cedido por la Iglesia Evangélica y la comida era preparada por la Fundació de Discapacitats de Menorca. El tiempo máximo de estancia en la Casa es de un mes, pero algunos usuarios suman ya cuatro. En situaciones vitales tan críticas como estas es difícil cerrar la puerta a quienes piden cobijo, pero también se producen abusos de un recurso público limitado que funciona gracias a la caridad ciudadana.

"Lo que cobro no me llega"
María (nombre ficticio) tiene 51 años y cobra una ayuda de 304 euros por una minusvalía. Actualmente vive en una habitación alquilada, pero reconoce que no hace mucho se vio obligada a pernoctar en la Casa de Acogida. "Lo que cobro no me llega. Tengo familia pero se desentiende", explica parca en palabras y la mirada baja. Hace años cuidaba niños en una casa y a raíz de una operación, su vida dio un giro de 180 grados. Brahma es de Brasil, tiene 33 años y cuenta que no para de repartir currículums. Ha trabajado en la construcción, la hostelería y en el campo. Afirma estar desesperado. Tiene un hijo en la Isla. Ahora gana algunos euros, su único ingreso, vendiendo artesanía. "Si tuviera dinero volvería a mi país", comenta. Duerme en la Casa de Acogida y destaca que desde primeros de año hay una persona por habitación. Gracias a la ayuda de este centro asistencial intenta reconducir su vida.

Zacarías tiene 54 años, es chileno pero cuenta que ha vivido más en Argentina que en su país. No tiene ingresos ni familia en Menorca. Es pintor y no encuentra trabajo. "La mayor parte del día la paso dando vueltas y en la biblioteca. Sin dinero no puedo regresar a Argentina, aunque estoy bien en la Isla", relata.

Pobreza al descubierto
Ángel es un madrileño de 61 años que llegó a Menorca en 1981 para trabajar en la construcción, sin embargo un accidente laboral le dejó con una pensión de 357 euros. Vive sólo en una habitación alquilada y acude al servicio de comedor a diario. "En la mesa cada uno habla de sus cosas pero también intentas reírte, porque de lo contrario esto sería un cementerio" comenta.

Y es que en este espacio, donde la pobreza se muestra con nombre, voz y cara y la desinteresada entrega y trabajo de los voluntarios se escribe con mayúsculas, todos aprenden, de algún modo, a ser psicólogos uno de otros, a reflexionar y a salir adelante.