Conoció a su mujer en el año 1975 en el restaurante Los Barriles, en Cala en Porter, donde trabajaba como cocinero. Ella, que pasaba sus vacaciones en Menorca, residía y trabajaba en Berlín y Enrique Solá Pretus (Targuist, 1948) no se lo pensó dos veces cuando le propuso instalarse en Alemania. La pareja vivió en Berlín hasta 1978, cuando se trasladó a Shaftlach, un pequeño pueblo situado en la región de Baviera, al sur del país germano.
Nació en Marruecos, donde residió hasta los cinco años.
¿Guarda algún recuerdo de su primera infancia en Targuist?
Sí, tengo algunos recuerdos e incluso me acuerdo todavía de algunas palabras en árabe. Mi padre era militar y vivíamos en una zona donde residían más españoles. Teníamos un asistente llamado Tatsuti, que cuidaba de mí y de mis tres hermanos. También recuerdo que teníamos una cabrita que me encantaba.
Posteriormente, se instalaron en Barcelona...
Sí. En 1953 nos fuimos a Barcelona y, en un primer momento, nos alojamos en casa de una tía de mi padre, en Vía Augusta. Después nos mudamos a unos pabellones militares en el barrio de Sant Andreu. Fue allí donde mis hermanos y yo empezamos a ir al Colegio Godola Igualdo. Durante esa época, antes de volver a Menorca, nacieron mis hermanos José María e Inés.
¿Cuándo regresaron a la Isla?
Llegamos a Menorca en el año 1958. Recuerdo que nos recibieron en el puerto de Maó mis tíos Amando Dubón y Clara Pretus. Los primeros años vivimos en Villa Marijuana, en la carretera de Sant Lluís. El propietario era amigo de mi padre y se la alquiló muy barata. Al año de vivir en la Isla se inauguraron los pabellones militares de la Avenida José María Quadrado y nos trasladamos allí. Recuerdo que llevamos todos nuestros muebles con un carro tirado por mulas.
¿Dónde estudiaba?
Iba al Colegio Cervantes, el profesor era Juan Gomila Veleta. Después fui a la Maestría, donde actualmente está la Escola d'Art. Allí estudié electricidad pero la verdad es que no era buen estudiante. Finalmente, dejé los estudios y me presenté voluntario para hacer el servicio militar. Estuve en Palma tres meses y después regresé a Menorca.
No obstante, volvió a Mallorca tras acabar el servicio militar...
Sí. Conseguí trabajo en la compañía Telefónica y me mandaron a trabajar a Mallorca, donde ayudé a tirar la línea entre Sóller y Puig Major. Dos años después volví a Menorca y tiramos la línea entre Maó y Punta Prima. Más tarde volvía a Mallorca con mi primera mujer y estuve trabajando como ayudante de reparto de la tónica Shweppes y después como chófer de Trinaranjus. Recuerdo que me dieron un camión de siete toneladas y media y cubría la ruta entre Can Picafort, Cala Ratjada y Cala Millor. Vivíamos en una casa de campo en Sa Cabaneta.
¿Cuándo volvieron a Menorca?
Regresamos en 1973 y nos instalamos en Es Castell. Trabajé durante un tiempo como repartidor para La Menorquina y, posteriormente, me contrataron como cocinero en el restaurante Los Barriles, en Cala en Porter.
¿Fue allí donde conoció a su mujer?
Sí. Una noche de 1975, mientras estaba haciendo una tortilla de patatas, llegaron al restaurante unos turistas alemanes entre los que estaba Erika, mi actual mujer. Me gustó desde el primer momento pero ella no hablaba inglés y yo no hablaba alemán. Me acuerdo que ella llevaba un diccionario muy pequeño de inglés-español y yo iba mostrándole las palabras para, de alguna manera, decirle que la quería volver a ver.
Y lo consiguió...
Sí. Tardé dos días en volver a verla. El señor Pons, el sereno de Maó, era mi pinche de cocina y recuerdo que me animaba diciéndome que la chica alemana volvería. Así fue: se presentó en el restaurante y la invité a ir a la Cova d'en Xoroi aquella noche.
Supongo que ella se encontraba de vacaciones...
Así es. Por aquel entonces, Erika trabajaba como cocinera en la fábrica de Siemens y había venido de vacaciones a la Isla con un matrimonio que trabajaba con ella.
Comunicarnos era difícil debido al idioma por lo que, antes de que volviera a Berlín, decidí escribirle una carta explicándole lo que sentía. Me ayudó a redactarla la recepcionista del Hotel Playa Azul que, al ser suiza, sabía alemán. La noche antes de que Erika se fuera, le di la carta...
¿Cómo reaccionó?
Me dijo que debía irse a Berlín pero que su intención era dejar el trabajo y volver a Menorca conmigo. Al cabo de 15 días se presentó de nuevo en el restaurante, esta vez con las maletas. El propietario de Los Barriles, Bernardo, la contrató para trabajar en la cocina del restaurante. Al finalizar la temporada, ella me propuso que me fuera a Alemania y no lo dudé, la aventura me atraía. Erika se marchó a principios de septiembre y, cuando acabé mi contrato, me fui a Berlín. Recuerdo que mi padre me acompañó hasta Palma y, desde allí, cogí una avión hasta Berlín haciendo escala en Frankfurt. Viajé con la compañía Pan American World Airways, más conocida como Pan Am, que en aquel entonces era la única que podía volar hasta Berlín.
¿Qué se encontró al aterrizar en la ciudad germana?
La verdad es que el recibimiento fue muy emocionante. Erika vino al aeropuerto acompañada por el matrimonio con el que había estado en la Isla. Me llevaron a una cervecería en la avenida Ku'Damm. ¡El bar era tan grande como la Explanada de Maó!
¿Cómo recuerda las primeras semanas en Berlín?
Nos instalamos en el piso que Erika tenía alquilado en el barrio de Charlottenburg. Ella, que había dejado su puesto en Siemens, encontró trabajo en un bar cercano a casa. Los primeros días me quedaba en casa escuchando discos de Abba pero poco a poco me fui espabilando. Cogía un autobús y paseaba para conocer la ciudad. Un día me encontré de frente con un letrero que decía: "Restaurante Goya". Entré y conocí al propietario, un madrileño que se llamaba Adolfo Suárez.
¡Qué casualidad!
Pues sí. Se dio cuenta enseguida de que era nuevo en la ciudad y me preguntó sobre mi historia. Cuando le expliqué que era cocinero me propuso hacer una prueba para trabajar con él. Fui al día siguiente, hice una paella y una tortilla española y me contrató. Me pagaba ocho marcos la hora.
Un menorquín trabajando como cocinero en un restaurante español en Berlín. ¡Menuda combinación!
La verdad es que sí. El restaurante estaba al lado de la Deusth Opera, en la calle Bismark.
Allí dentro me daba la sensación de estar en el mismo centro de Madrid. Servíamos jamón, coñac Gran Duque de Alba, cava Freixenet, etcétera. Con el tiempo, Adolfo contrató también a Erika. Ella pasó a la cocina y yo estaba detrás de la barra, lo que me permitió perfeccionar mi alemán. Mientras tanto, Adolfo servía las mesas.
¿Cuanto tiempo estuvieron trabajando allí?
Estuvimos trabajando en el Restaurante Goya hasta 1978, cuando nos trasladamos a Schaftlach, un pueblo situado a 45 kilómetros de Munich y a 32 kilómetros de Austria. Allí vivía el padre de Erika y, como no estaba muy bien de salud, decidimos trasladarnos para estar con él. Allí empezamos una nueva vida. Nos instalamos en casa de mi suegro: él vivía en el piso de arriba y nosotros en el piso de abajo.
¿Qué tal el cambio?
Al principio me daba la sensación de que me habían metido en Alcatraz. Recuerdo que pintaba las barreras de la casa para entretenerme. Como un buen camaleón, con el tiempo me adapté a la nueva situación.
¿Encontró trabajo en Schaftlach?
Sí. Un conocido me propuso trabajar en el taller de una empresa de aire acondicionado y allí estuve hasta 1991. Tuve que dejar el trabajo por cuestiones de salud y, cuando mejoré, volví a trabajar en la misma empresa entre 1998 y 2000. Fue entonces cuando comencé a trabajar en la sucursal de Munich de Gisecke & Devrient, una empresa que fabrica tarjetas bancarias. Desgraciadamente, en el año 2006, la empresa decidió cerrar y trasladarse a Eslovaquia. Por su parte, Erika cuidó de su padre hasta que éste falleció, en 1989. Ahora, aunque está jubilada, va tres días a la semana a cuidar a una señora mayor.
No quiere quedarse en casa, dice que si lo hace se le cae el techo encima.
Después de 35 años en Alemania ¿Cómo valora esta experiencia?
La experiencia ha sido muy positiva. Lo volvería a hacer, sobre todo por la persona que tengo a mi lado. A lo único que no me he acostumbrado nunca es al frío que hace aquí. No se puede explicar con palabras, hay que vivirlo. Aunque las casas están muy preparadas, los dedos de las manos se me quedan blancos. La vida es extrema pero me encuentro muy a gusto en Schaftlach. Llevo una vida tranquila y he encontrado el equilibrio. Me encanta cuidar mis plantas. ¡No hay ningún vecino que tenga un jardín tan bonito como el mío!
¿Se plantea la posibilidad de volver a instalarse en Menorca algún día?
La verdad es que no, no podría volver a Menorca. Hasta llegar a Alemania no había puesto los pies en un sitio fijo y tengo que decir que en Schaftlach me encuentro muy bien. Echo mucho de menos a mi madre y al resto de mi familia y vengo de visita una vez al año, normalmente el mes de junio. No obstante, mi intención es que me entierren en Menorca, junto con mi padre y mi hermano.
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