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Pues pusieron en la tele el otro día el famoso filme de Hitchcock, aquel donde a los cuervos, a los vencejos, a las gaviotas y a otros pajarracos les da la ventolera y atacan a todo quisque y llenan la pantalla de graznidos horrendos. Y estoy en un sin vivir desde entonces, a duras penas duermo, tengo pesadillas constantes y como un acoso de obsesión pertinaz que me embarga en el desvelo. Intento corregirme y pensar en otros temas, como esos cortos y documentales de animalitos disfrutando de su libertad en otros entornos y otros canales, o en las antiguas películas de dibujos con elefantes voladores, mofetas, bambis, leones salvajes, osos bonachones, etc., que hacían las delicias de pequeños y grandes, pero nada, es imposible, no se me va de la cabeza el asunto y no hago otra cosa que cavilar y cavilar… Observo ofuscado las lorzas de Gustavito, ese torrezno que no para de berrear desde que llegó a casa hace tres meses, o ese pliegue pecaminoso que posee Virginia junto a la axila, y hasta las arrugas incipientes de Maruja me son apetecibles. Qué dilema, no sé qué va ser de mí y se me hace la boca agua deliberando cuál de ellos es el bocado más tierno. Últimamente estoy encaprichado con los dedos de la abuela, tan suaves y gordezuelos… Creo que no me voy a poder contener, no podré. Intentaré dormir —veremos— y mañana decidiré qué hago. Es muy posible que silbe un poco y me haga el distraído y cuando abran la puerta y me vayan a cambiar el agua y poner el alpiste nuevo, quizá le dé gusto al pico y, después, levante el vuelo…