En 1944, en plena posguerra, Destino, una editorial de corte conservador, convocó por primera vez un premio que llamó Eugenio Nadal en homenaje a un miembro de la casa fallecido en accidente poco antes. El ganador parecía que iba a ser el gran periodista madrileño César González Ruano, con una carrera literaria ya consolidada. Pero al final el jurado se arriesgó a dar el premio a una completa desconocida llamada Carmen Laforet que, además, presentaba una novela ("Nada") cuya grisura ambiental era una radiografía certera de la oscura realidad española del momento. Imaginemos, pues, la aparentemente absurda apuesta de este jurado: votar a una mujer, autora joven e inédita, y encima con una obra incómoda al régimen. Era una locura, sino una provocación. Pero el tiempo dio la razón a aquel primer jurado que eligió la calidad al prestigio, la honestidad al amiguismo, y "Nada" se convirtió en uno de los títulos clave de la literatura española de posguerra, sin que ello afectara para bien ni para mal a la carrera de Ruano, por otro lado notable narrador. Con este gesto, Destino cumplió a rajatabla la naturaleza primera de cualquier premio literario: dar a conocer nuevos autores, dar voz a una promesa con talento. En cambio, si la editorial hubiera apostado sobre seguro (y además, no hubiera resultado tan raro tratándose de la primera edición de un certamen), González Ruano habría ganado (lo cual en poco o nada habría incrementado su peso literario), y la joven Laforet, desengañada quizá e inmersa en una época hostil para una mujer escritora, puede que hubiera abandonado. "Nada" jamás se habría publicado.
Cuando veo que anualmente más de trescientos escritores se presentan con toda ingenuidad, llenos de sueños, a un premio comercial y mediático como el propio Nadal o el Planeta (por citar sólo los más conocidos a pie de calle), no puedo sino pensar cuántas obras merecedoras de ser publicadas acaban en la cuneta, cuántos nuevos talentos se frustran, cuantas carreras literarias se quedan en el andén de la letra impresa. Y todo ello porque el espíritu idealista que empujó al primer jurado del Nadal a premiar a una desconocida se esfumó hace tiempo en aras de los números, las ventas, el dorar la píldora del prestigio a algunos autores hambrientos de gloria. El objetivo inicial del premio literario (galardonar la mejor obra presentada) se ha corrompido hace tiempo, ha perdido su significado para convertirse en un baile de vanidades y egos revueltos, carta de bienvenida a autores que cambian de editorial, jubilación dorada para autores consagrados, plataforma de reciclaje profesional para oportunistas de otros medios. En definitiva, un paripé con bases ante notario.
Hay que aclarar que no toda la culpa es del jurado, muchas veces presionado indirectamente por los intereses comerciales de la editorial convocante que les paga. En los premios de este tipo existe un pre-jurado, un grupo de lectores a sueldo de la editorial que en la mayoría de los casos utiliza la injusta y arbitraria técnica de la "calidad de página", es decir, abren una página del manuscrito al azar y si ésta es floja o está mal escrita ya no se sigue leyendo, lo cual no deja de ser un error descomunal puesto que existen contados escritores capaces de mantener el mismo nivel de escritura a lo largo de 300 páginas. El jurado selecto, que intenta dar una pátina de dignidad al galardón, sólo ve los 10 o 12 escasos originales que pasan a la final, O sea, les dan el trabajo hecho como quien dice. Podemos imaginarnos lo desacertado del filtro en la mayoría de ocasiones, claro. Ello explicaría que haya habido en ocasiones algún sonado caso de dimisión por parte de un miembro de jurado en desacuerdo con el fallo alcanzado.
La clave la dio en una ocasión el viejo Lara, creador de Planeta, a un periodista: si usted convocara un premio de pintura y se le presentara Picasso, ¿a quién le daría el premio? Más claro, agua. Si encima, escudados en el ya manido argumento de la crisis, premios como el mismo Nadal o el Herralde han eliminado el premio finalista, feudo para autores poco conocidos o directamente inéditos, cabe preguntarse ¿para qué molestarse en convocar un premio a todo bombo?
Huelgue decir, por cierto, que un servidor no abomina a priori de los premios, como quizá podría desprenderse de este artículo. Sigo creyendo que son un vehículo necesario y útil para encarrilar una carrera literaria. Valga también la anotación de que me parece completamente lícito que un autor poco conocido, con escasos lectores o de presencia mediática tímida se presente a un premio y compita con honestidad para alcanzar más visibilidad. Lo que ya no me parece ético es que un autor consagrado, con la estantería llena de galardones y sin problemas para editar donde quiera, acepte ganar tal o cual premio para alimentar aún más su ego (a veces, como pasa con el Nadal, ni siquiera es una cuestión monetaria –que aún podría entenderse-, sino de mero prestigio) y chupar portada en los periódicos. Me parece inmoral quitarle la oportunidad a otros autores que carecen de sus influencias y que, en ocasiones, han presentado también obras dignas de ser tomadas en justa consideración. Porque, además, no todos estos autores consagrados justifican siempre el galardón con una buena obra. Bastaría ver algunos truños aparecidos en los últimos años con la faja de un premio comercial. Por descontado, pocos se resisten a una bolsa millonaria si se la regalan, con excepción de un puñado de rara avis. Delibes declinó ganar el Planeta porque eso de que "se lo dieran" le parecía poco serio. Y Delibes tenía un montón de hijos a mantener. Del mismo modo, el Planeta no logró sacar de su letargo creativo a Sabato, que se excusó diciendo que no tenía ninguna novela para presentar. Dos casos de rara honestidad profesional, con uno mismo y con su obra.
Aún así, y para clarear el negro panorama que puede intuirse ante el camino de un escritor en ciernes, aún existen un puñado de premios de novela que mantienen el sentido primigenio del galardón literario, esto es: dar oportunidad al que mejor escriba. Certámenes como el Lengua de Trapo o las últimas ediciones del veterano Café Gijón, por ejemplo, han apostado por autores desconocidos. Y hay otros, premios provinciales en su mayoría, pero que suelen salir editados en editoriales visibles.
En resumen, este país está demasiado acostumbrado a la subvención cultural, al premio, a la bicoca. La crisis ha empujado a muchos escritores profesionales, ciertamente que con derechos de autor paupérrimos, a lanzarse sobre el salvavidas de los galardones. Y hasta cierto punto es comprensible y aceptable. Lo que no puede ser es que el Picasso de turno, por usar el ejemplo del inefable Lara, venga a quitarle la posibilidad al meritorio, a la promesa, al nuevo talento. Para los prestigiosos bustos parlantes, digo yo, ya existen los oropeles de los museos y las almidonadas academias.
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