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Eran las cuatro de la mañana cuando aquél tímido personaje de comienzos del relato empezó a mirarme de forma diferente, se revolvía entre los surcos que habían dejado las palabras y desde el fondo de su arco superciliar me lanzaba sus vivos ojos con una fijeza escalofriante.

Reconocí de inmediato el atisbo de la muerte y ya no pude imaginarme situaciones cabales ni procedimientos escénicos que modificaran su comportamiento. Supe que no podríamos estar mucho más rato frente a frente, así que procuré ser astuto y, sobre todo, silencioso. Con un rápido movimiento de mis dedos logré empuñar el lápiz y, casi sin apuntar, lancé un fulminante punto final. Tuve suerte, le alcancé justo en medio del pecho.