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Desde que Ernesto había regresado de su estancia en ese castigado país dedicaba largas horas a pasear por su ciudad natal. Deambular por el Ensanche de la Ciudad Condal era para él la mejor forma de organizar sus pensamientos. Consideraba que la armonía del diseño urbanístico de aquel distrito catalán le era de gran ayuda para ir ordenando el bullicio que atesoraba su cerebro.

Esa tarde cuando se encontraba en la calle Consell de Cent se detuvo ante una placa que relucía en un portal. Era del Consulado Honorífico del país en el cual había pasado los últimos tres meses –alguien le había tramitado el visado, así que desconocía por completo que ese edificio estaba allí–. Alzó la vista y vio la bandera de ese país pobre ondeando ligeramente en el balcón del tercer piso. En aquel instante la velocidad de sus pensamientos aumentó y los recuerdos llegaron a su mente de una forma algo precipitada. Ernesto había partido hacia ese país –situado por debajo del meridiano invisible que separa los países ricos de los países pobres– deslumbrado por la originalidad del proyecto en el que iba a participar. Quien se lo propuso no había necesitado muchos argumentos para convencerle de que pidiera una excedencia en el trabajo y se dispusiera a emprender el camino que le convertiría en un cooperante internacional.

La decepción de Ernesto fue aumentando a medida que pasaban los días en esa devastada nación. El original proyecto no tenía ningún sentido en ese lugar en el que la pobreza se respira incluso durmiendo y en el que las desigualdades sociales son terribles. Ernesto pensaba que su original proyecto no era necesario en esa región en la que a los niños les cuesta prestar atención en el colegio –si es que tienen la suerte de poder ir al colegio– porque no recuerdan la última vez que su hambre fue saciada por completo. Estaba desconcertado. Ese país necesitaba una reforma agraria, proyectos educativos y sanitarios. Los proyectos originales ya llegarían, además había población local interesada –y suficientemente preparada– en promoverlos.

El cooperante internacional planteó su desencanto al impulsor del proyecto. Le propuso detectar posibles proyectos honestamente necesarios en los que colaborar o abandonar el país. A lo que el impulsor del proyecto contestó que ni hablar, que si no cumplían con el proyecto para el que habían venido no volverían a tener opción de pedir ayudas económicas y resaltó que no debían olvidar a todas las personas que habían colaborado altruista y económicamente para que ellos dos estuvieran allí.

La discusión duró varias horas, Ernesto no pudo convencer al impulsor. Tampoco tenía el poder para desmantelar el inútil proyecto que el impulsor estaba creando, él sólo había ido a trabajar. Durante la discusión su interlocutor le había propuesto algunas cosas que él aceptó con recelo, pero aceptó. Pasó la noche en blanco, dudando. Y aunque la situación se hacía insoportable, decidió quedarse. Seguramente no tuvo el valor necesario para coger un avión y partir.
Durante los dos meses siguientes continuaron con ese inútil proyecto. Ernesto decidió sacar lo mejor de ello: el contacto con la población local. Eran amables, agradecidos, pero sobre todo eran hombres y mujeres con una historia que contar. Se sentía afortunado. Estaba conociendo en persona las cifras anónimas de los anales de la historia, las caras sin nombre de los telediarios.

Sus pensamientos se desvanecieron al oír el timbre de recepción de mensajes de su teléfono móvil. Ernesto apartó la mirada de la bandera roja y negra que ondeaba ahora con más vehemencia, como si se hubiese conectado con el ímpetu de sus pensamientos. El mensaje era de Sara: "¿A q hora es la cena?". Contestó que a las nueve y media. A lo que Sara añadió: "Ok. Queremos FOTOS!".

Ernesto se dirigió a casa para acabar de preparar la cena y hacer una selección de fotografías. Había muchas y no las había vuelto a mirar desde el día que las había puesto en el ordenador, justo después de haber llegado del viaje.

Una sensación extraña recorría su cuerpo mientras estaba mirando las imágenes. Todo parecía mejor. La miseria parecía bonita, incluso el inútil proyecto original parecía necesario. Se detuvo ante una instantánea de dos mujeres, un primer plano. Su mirada era profunda, llena de dolor. Cuando trató de recordar sus nombres se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaban. Les había sacado esa foto que emanaba tanta aflicción sin ni siquiera preguntarles su nombre. Se sentía mal, su actitud había sido lamentable.

Ernesto cerró el ordenador, acabó de preparar la cena y esperó a sus amigos impaciente. Necesitaba debatir algunas cuestiones con ellos, estaba compungido. Los amigos llegaron, la cena fue buena y la conversación intensa. Estuvieron debatiendo numerosos aspectos relacionados con la cooperación internacional, sin llegar a consensuar. Cuando pasaron al salón le pidieron que enseñara las fotos, a lo que Ernesto contestó: "No puedo". Y ante la cara de asombro de sus contertulios, añadió: "Son fotografías robadas".

El debate duró hasta el amanecer.