A firmar hoy que la implantación de internet avanza de forma espectacular supone constatar una obviedad incuestionable. Y lo mismo cabe manifestar sobre las denominadas redes sociales, con una Facebook que recientemente ha superado los 500 millones de usuarios. La comunicación mediante internet se ha convertido en uno de los grandes fenómenos de nuestra sociedad y cuyo potente desarrollo escapa incluso al campo de la sociología.
Cuando hace doce años aún no existían las redes sociales, el sociólogo Manuel Castells, prestigioso analista de la sociedad de la información, ya aludía en su libro "Fin de milenio" a los desafíos de la que define sociedad red y al surgimiento de la cultura de la virtualidad real. "Esta virtualidad -escribía el profesor Castells- es nuestra realidad, porque es dentro de la estructura de esos sistemas simbólicos atemporales y sin lugar donde construimos las categorías y evocamos las imágenes que determinan la conducta, inducen la política, nutren los sueños y alimentan las pesadillas". Castells ya pronosticaba que aumentaría "el placer de la comunicación interactiva" y así lo ratifica el boom de las redes sociales. No obstante, Castells también avisaba sobre algo más trascendente y preocupante, esto es, el papel de la economía criminal global: "La economía criminal global -sostenía el sociólogo- será un rasgo fundamental del siglo XXI y su influencia económica, política y cultural penetrará en todas las esferas de la vida. La cuestión no es si nuestras sociedades serán capaces de eliminar las redes criminales, sino, más bien, si las redes criminales no terminarán controlando una parte sustancial de nuestra economía, nuestras instituciones y nuestra vida cotidiana". Al respecto, en nuestros días se ha podido comprobar que la globalización mal entendida, expresamente distorsionada, y el cáncer de la corrupción política y económica provocan unos perjuicios gravísimos en la sociedad.
Transcurridos doce años, a toro pasado, debe reconocerse que las observaciones del profesor Castells apuntaban en la dirección correcta. La influencia de las redes sociales en la comunicación digital es enorme, hasta tal punto que ha alterado muchos hábitos y comportamientos de una sociedad cada día más involucrada en la carrera de los avances tecnológicos que se libra en el mundo de la comunicación. Se ha operado una profunda transformación social, con aportaciones muy positivas, pero también se han incrementado los problemas, entre ellos el del déficit ético.
Impresionadas -desbordadas en realidad- por el imparable progreso y tirón de estas redes electrónicas, muchas de las empresas vinculadas a esta nueva vía de comunicación social se han olvidado -¿adrede?- de promover y suscribir unos códigos éticos que regulen el buen uso de esas redes. Porque no vale asombrarse por las novedades que sirve la técnica y prescindir sin embargo de toda consideración ética.
La contundente condena social de la telebasura no parece tener hoy día idéntico rechazo en internet. Diríase que aquí también vale todo, que se mantiene sin problema alguno la barra libre. Ya se sabe que la telebasura tiene una clientela numerosísima y muy fiel, según revelan los índices de audiencia televisiva. Del mismo modo, la persistente exaltación del morbo y del cotilleo más ramplón ha invadido sin traba alguna las redes sociales y los espacios de participación en los medios digitales. Decididamente, la credibilidad es un valor que continúa cotizando a la baja. Resulta obvio asimismo que mientras se ampare el anonimato y se tolere el insulto se contribuirá a ensanchar la estupidez humana, además de propiciar la acumulación de montañas de basura en internet, un proceso cuya cuota de responsabilidad social no debieran eludir las empresas de comunicación. A menos que esas empresas prefieran hacer caso omiso de sus propias normas, esquivar los más elementales principios de los que se alimenta la ética y, sin darse por aludidas, seguir navegando plácidamente en el inmenso mar de la hipocresía.
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