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Como decíamos ayer, alguien tiene que decirle a las vacas que no todo es tolón-tolón y que no todo el monte es orégano. ¿O sí? Vuelta al tajo y al Face­book. Sí, lo ha leído bien, feisssbukkk. He perdido mis principios y comprobado en carnes propias aquello de "nunca digas de esta agua no beberé" porque siempre acaba en incumplimiento. Tiempo después, allí seguía la Red de redes sociales, haciendo compañía a mis amigos, a los amigos de mis amigos y a todo hijo de vecino que se cuelgue de internet sin miramientos.

Regreso del anonimato un año después, porque sin Facebook hoy no existes, y aunque meses atrás renegara, capto que esto es algo así como los clubes de fútbol, o somos o no somos, y si no estás en la Red la sociedad te aniquila. Me asomo 365 días más tarde a mi perfil, lo reactivo y observo con pasmo cómo todos mis colegas se han convertido en granjeros. Mi prima de Madrid, a quien tengo en muy buena consideración, me alerta del peligro de meterse en la piel de un payés de frutas y hortalizas virtuales. Al principio, no entiendo por dónde van los tiros, pues no me entra en la cabeza que una estudiante de carrera superior de las difíciles pueda temer a un grupito de patos, caballos, gallinas y ovejas pastando en un inofensivo y colorido campo. La cosa cambia a medida que supero los niveles de "Farmville", –que así se llama el comecocos–, porque cuando puedes comprar tractores, barandillas barrocas o construirte una mansión para 20 invitados –es decir, cuando ya te crees viviendo en el rancho de JR–, apagas el pc sitiado por el consumismo y sólo entonces un golpe de lucidez te recuerda tu reingreso en la jungla.