Hay un detonante común que alertó tanto a Alejandra Marqués como a Tania Benites de que sus respectivas hijas no estaban bien. Cuando sus niñas eran menores empezaron a cambiar sus hábitos con la comida: todo hervido, poca comida y mucho ejercicio. Lo que nunca esperaban es que esas conductas, que parecían beneficiosas, acabarían en el diagnóstico de un trastorno de la conducta alimentaria (TCA) en menores. La hija de Alejandra salió tras cinco años de lucha. La hija de Tania, tras 15 años y al límite de la muerte. Muchos padres acaban con depresión. Este reportaje pone el foco en los progenitores para reivindicar su papel.
Candela tenía casi 13 años cuando la ingresaron en Son Espases. Sucedió el 30 de octubre de 2018 y por aquel entonces madres como Alejandra se sentían desamparadas por el sistema de salud: «Realmente vi una falta de especialista en TCA», dice. Las primeras sospechas llegaron cuando su hija, Candela, le pedía hacer ejercicio con ella. O cuando se ponía en el plato más verduras que otra cosa. O que por las noches, antes de dormir, leyera de pie. Luego empezó a no dormir bien, a perder la voz y a estar apagada. «El día que la llevé a urgencias la ingresaron; estaba pálida y no se encontraba bien», rememora Alejandra. Estuvo 18 días ingresada. Tuvo la suerte de no compartir habitación, pero estaba con un régimen estricto porque lo importante era ganar peso.
Uno de los periodos más duros para las familias empieza en el hogar tras el alta hospitalaria: «Es todo un proceso, es importante que los hijos quieran curarse. Hablábamos mucho en casa para que pudiese darse cuenta de que el trastorno le impedía cumplir sus sueños». De cada comida que preparaba tenía que hacer fotos y enviarla a los especialistas. Tenía que seguir un régimen estricto para su hija y no fallar. Con esfuerzo, empeño y voluntad de todos –la hija, los padres y los especialistas– ha salido del proceso y ahora está estudiando Música y Matemáticas en Dublín.
Rezar a Dios
«Cuando ya no había esperanza, nos aferramos a Dios para pedir un milagro», rememora Tania Benites, que durante 15 años acompañó a su hija a salir de una anorexia que la llevó a rozar la muerte. Ese milagro del que habla fue un endocrino que llegó en el momento clave para salvarla. Esta es la historia de una madre que movió montañas para buscar ayuda. Estuvo durante años sin apenas recomendación profesional, perdida y desesperada hasta que, poco a poco, consiguió su objetivo: sacar adelante a su hija.
Con solo 14 años, la menor ya tenía una relación extraña con la comida: solo cosas sanas, poco y a la plancha. «Un día, comprando en un supermercado, me dijo que quería una crema reductora. Ahí me quedé sorprendida y vi una alarma. Con el tiempo, veía que perdía peso». Tania empezó a acudir a los médicos, primero a Cruz Roja, de donde la trasladaron a un especialista pediátrico. Esto sucedió entre 2006 y 2007, cuando los TCA estaban mucho más invisibilizados que hoy. Su hija ingresó en Son Dureta. Sin embargo, la todavía menor –que hoy tiene 32 años– no entendía qué le pasaba. No era consciente.
«Yo solo veía a madres y padres empastillados, depresivos. Algunos queriendo tirar la toalla. Yo no quería eso, no quería acabar así a pesar de lo duro que es para una madre que su hija esté tan enferma», apunta. Pasó ocho meses ingresada. Hasta la mayoría de edad, tuvo varios ingresos más y sus crisis no cesaban. Tania tuvo la suerte de acudir a la única asociación que había, ya inexistente. La esperanza de ayudarla menguaba a medida que su hija se hacía más mayor. Tania empezó a investigar por su cuenta y se topó con una doctora que fue «un milagro», fue la impulsora de la asociación. Sin embargo, su hija dejó de acudir demasiado pronto a la consulta.
La etapa más dura fue sobre los 20 años. Había tensión con su hija y ésta se fue a vivir sola: «Fue doloroso, le dejaba en su portal bolsas de comida. Un día me llamaron sus compañeras de piso diciendo que mi hija se moría, que estaba mal», rememora entre lágrimas Tania. A la joven la ingresaron de nuevo, ya sin que le funcionaran los riñones y el hígado. Los médicos la daban por perdida. Pesaba 20 kilos. Un endocrino se encargó de ella y la salvó.
Tania entendió una cosa importante y fue clave para la recuperación de su hija: «Me di cuenta de que lo que quieren no es apartarnos, sino que estemos, pero sin ser policías. Eso lo entendí con el tiempo. Al sentir que la perdía, empecé a cambiar. Comprendí que yo estaba haciendo todo por ella, pero que no entendía cómo mi hija no veía lo que tenía. Es importante que los padres no seamos sus policías, sino que les vigilemos pero desde atrás».
Cuando le dieron el alta, su hija empezó a hablar y a contar cómo se sentía. El hecho de la escucha ayudó. Tania recuerda que aunque uno de los síntomas es mostrar odio hacia los padres, es una llamada de atención. «No se puede salir de un trastorno así sin los padres, el psiquiatra y los nutricionistas», afirma.
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