Aunque las emisiones del transporte aéreo son pequeñas porcentualmente -entre el 3% y el 5%- el crecimiento es rápido. IATA calcula que el sector seguirá creciendo a un 3% en el futuro próximo. Si el próximo año recuperamos los 4.500 millones de pasajeros, serían 135 más al siguiente y esa cantidad más otro 3% al consecutivo y así sucesivamente.
Recordemos que las tasas aéreas pagan las infraestructuras necesarias, mientras que las de otras formas de transporte se costean con impuestos, es decir pagan los que las usan y los que no. A cambio el combustible, en rutas internacionales, no está gravado con el IVA, que es donde algunos han puesto el ojo.
Varios países, como Francia o Suecia, imponen tasas a los billetes aéreos cuyos ingresos van directamente a las arcas del estado.
Si la evolución sigue la tendencia actual y no se toman medidas radicales, es imposible cumplir con el objetivo de 0 emisiones. La mayor eficacia y menor consumo de los nuevos aviones solo ralentiza el ritmo de crecimiento, mientras que las innovaciones como combustibles menos contaminantes o aviones eléctricos avanzan más despacio.
Parece inevitable que aumente la fiscalidad en Europa, a lo que las compañías se oponen asegurando que tendrían que subir precios o volar rutas más largas para evitar la UE y que dispondrían de menos recursos que podrían ser utilizados en tecnología que permitiera un tráfico aéreo más cuidadoso con el medio ambiente.
Un arreglo imaginativo es el que propone un «think tank» británico de imponer tasas específicas a los viajeros frecuentes, que son los que más utilizan la clase preferente y en consecuencia los que más contaminan. Sabemos que en algún país como Francia el 2% de la población realiza el 50% de los viajes. Este sería el mejor «arreglo» para el mundo del turismo que necesita un transporte aéreo barato y unos destinos sostenibles.