El primer ciudadano español en solicitar la eutanasia ante los tribunales nació el 5 de enero de 1943, era de Xuño, un lugar del municipio coruñés de Porto do Son, y decidió que su despedida sería en el mismo mes en que llegó al mundo.
«No nos enseñan a aceptar la muerte como un hecho natural», «¿qué sentido tiene para mí vivir esta incapacidad?», «es un mundo de pesadilla», «sientes que no tienes un cuerpo; el mío desapareció como por arte de magia» y «no quiero ser cabeza viva y cuerpo atrofiado y muerto» son solamente algunas de las reflexiones que dejó para la posteridad.
Este marino mercante contaba 25 años cuando sufrió un trágico accidente en un acantilado de la playa de As Furnas, arenal en el que cada año recibe un sentido homenaje.
Aquel joven muchacho se lanzó de cabeza al mar. Su espina dorsal, por esa fatal zambullida, se quebró a la altura de la séptima vértebra y, transcurridos tres meses desde esa fractura cervical, supo claramente, y son sus propias palabras, que lo suyo no tendría remedio y que debía acostumbrarse.
Desde ese momento pidió a todo aquel que conocía que le ayudase a irse.
«Habrá una forma de eutanasia, como sea», espetaba, y, si nadie se lo facilitaba, urdiría una «maniobra para no imputar a nadie». Se afanaría en diluir responsabilidades.
Ramón entendía las negativas y también comprendía a los que, estando en situaciones como la suya, optaban por «agarrarse» a la existencia.
No se extrañaba al ver la incomodidad de su hermano José y de su cuñada Manuela Sanlés, porque sabía que la sociedad no estaba educada para atender un planteamiento como el suyo y menos con lazos de parentesco mediante.
Su familia se enemistó con Ramona Maneiro, la mujer que esperó a 2005 para confesar que había sido parte activa en ese suicidio asistido, un ilícito que en aquel entonces ya había prescrito.
Ella, que compartía nombre con él, no sabía nada de eutanasia activa, ni de la indirecta, ni de la pasiva, y hoy en día sigue defendiendo que colaboró movida por su propio corazón y que ojalá hubiese sido de otro modo pues esa regulación que parece que ya llega, lo hace tarde. Para él y para muchos más, opina, todavía recelosa y a la espera del ver para creer.
Tras un duro debate sobre la vida, la muerte y el derecho de cada persona a poner fin a sufrimientos intolerables sin perspectiva de curación o mejoría, 198 diputados votaron esta semana a favor de la ley, otros 138 en contra y dos se han abstenido, con lo que la disposición pasará ahora al Senado y será aprobada presumiblemente en 2021.
La discusión vivida en la Cámara Baja no difiere tanto de la experimentada hace década y media, cuando la sociedad habló por un lado de un «acto de amor» y, por otro, de «homicidio», de delito y de un adiós furtivo y doloroso, «indigno», «a escondidas» y con un veneno, un cianuro potásico definido incluso por algunos médicos como un «mata ratas».
Ramona, madre por primera vez a los 18 años y abuela a los 36, vio en TVE el reportaje que la fallecida periodista catalana Laura Palmés realizó con el equipo del programa Línea 900. Sintió curiosidad y no dudó en conocer mejor a su vecino «sabio y sensible». Separada de su segunda pareja, de la amistad pasó al amor con aquel hombre que ella encontraba «muy espiritual».
«Pienso que vivir es un derecho, no una obligación», defendía Sampedro. Esas cosas se las contó a Ramona y a Laura, aquella comunicadora aquejada de esclerosis múltiple.
Cuando Palmés lo conoció, ella ya llevaba muletas por esa enfermedad degenerativa que lesionaba su sistema nervioso central. Después, se quedó en silla de ruedas. Murió con 57 y su libro Detrás de las palmeras recoge las experiencias de ambos, la historia de un fuerte vínculo afectivo.
Ramón vivió en Boiro sus últimas semanas con Ramona, Moncha, y una hermana de ella, Lupe, lo asistía. En ese apartamento, en el que se instaló Sampedro al dejar la casa familiar, ingirió el veneno por una pajita.
Ramona tenía que estar detrás de la cámara y no podía besarle en los labios. En el crucero de Moldes, en la localidad limítrofe de A Pobra do Caramiñal, apareció la cinta a la que debían acceder los medios de comunicación.
«Mío es el acto y la intención», resumió Ramón Sampedro, para explicar cómo logró hacer aquello que se le había negado. En la grabación no delató a nadie; al contrario, exculpaba.
Ramona le dio a Ramón, imposibilitado de cuello para abajo, el sí que ansiaba. Él se lo planteó en la segunda conversación entre ambos, no en la primera, como había hecho incontables veces con otra gente.
El día de autos, ella se retiró al cuarto de baño porque nunca creyó que el momento fuese a ser tan duro.
Al padre de Ramón, que tenía 92 años, le costó soportar el pase televisivo. Sobrevivió a su hijo dos años más.
Manuela, su cuñada, se afanó en mantener su cuarto intacto y en conservar el mensaje que dejó para ellos: «Querida familia, os pido que me perdonéis».
Todo el mundo trató de disuadir a Sampedro, pero él no transigía tras ver fracasadas sus demandas en los juzgados de A Coruña y Barcelona. Cansado, decidió tomar las riendas.
«He sido obligado a soportar esta situación durante 29 años, cuatro meses y algunos días», expuso antes de ese sorbo letal. «Solo el tiempo y la evolución de las consciencias decidirán algún día si mi petición era razonable o no», profetizó.
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