Danny Boyle - internet

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Colmado de premios gracias a "Slumdog Millionaire", el realizador británico Danny Boyle vuelve a demostrar su alergia a lo previsible al rodar "127 horas", una excelente combinación de reflexión sobre la individualidad y adrenalina sustentada en la enérgica actuación de James Franco.

La historia real en la que se basa este filme, la de un excursionista que, atrapado en un cañón de Utah tuvo que amputarse el brazo para sobrevivir, podría haber dado a Boyle la oportunidad de hacer un brillante ejercicio de estilo.

Las "127 horas" son las que tardará en liberarse de la roca y, por tanto, Boyle construye la historia de tan inteligente manera que durante hora y media da bandazos al espectador hasta forzarle a vivir esa amputación como una verdadera victoria.

Pero entre la tensión, la angustia y el reto narrativo, Boyle sorprende por una filosofía inesperada que le ha hecho merecedor de seis nominaciones al Óscar con este nuevo filme, que llega ahora a España y en las próximas semanas a Argentina y Brasil.
En tiempos del clamor por las libertades, de reivindicación de lo individual, el director de "Trainspotting", sin asomarse en ningún momento al discurso conservador, hace todo un alegato del sentimiento compartido, de la empatía y los lazos humanos.

Y es que Aron Ralston, como luego escribió en el infernal pero revelador relato de su odisea, se encontró a sí mismo y reinventó, entonces, la palabra libertad. Descubrió su dependencia a la independencia, su apego al desapego. Su esclavitud, al fin, por el empeño de ser libre.

La contradicción explota al convertirse una roca mutiladora en el mecanismo de catarsis e introspección. La que revela en los caprichos de la mente solitaria lo que uno pensaba olvidado, la que reordena las prioridades de manera inesperada por puramente instintiva.
Y ante esa visión límpida y honesta que ofrece a uno el cara a cara con la muerte, Boyle exprime a su personaje hasta un espectacular florecimiento que sortea el moralismo, a pesar de su apuesta por lo sentimental.

Esa autenticidad del discurso contrasta y, curiosamente, se refuerza con el artificioso pero brillante manejo de la cámara que despliega el realizador británico, quien sabe orquestar su película con una vibrante banda sonora y se la juega a una sola carta que resulta ser un verdadero as: James Franco.

El intérprete capta a la perfección la evolución de su personaje: desde el egoísta y díscolo aventurero hasta el iluminado, pasando por el hombre desbordado por la impotencia y absolutamente bloqueado por el dolor.

Su nominación al Óscar está más que justificada, puesto que si la película no decae en ningún momento es gracias a su romance con la cámara en la amplia variedad de registros que maneja.

Y así, de la sinergia Boyle-Franco emerge con fuerza un filme que atrapa al espectador también en esa roca, que lo zarandea y lo agita. Que juega con el ambicioso concepto de cine-experiencia y sale, aunque sin brazo, brillantemente airoso.