En letra impresa

Ocasiones perdidas

TW

En todo el transcurrir de pueblos, familias e individuos, hay momentos decisivos que marcarán su vida, con ocasiones para salir fortalecidos, otras para caer en la decepción y el caos.

Nuestra vida política es semejante, cuando constato preocupadamente un cúmulo de ocasiones perdidas que nos han conducido a un divorcio entre la ciudadanía y una necesaria clase política, a divergencias graves entre nuestro mundo empresarial, verdadero motor de nuestra economía y los responsables gubernamentales, más allá de las lógicas reivindicaciones sindicales.

No descubro nada: el desgarro en nuestro tejido social es grave.

Ante una serie de ocasiones que se nos han presentado, hemos reaccionado políticamente mal. Como si en una familia, al conocer el diagnóstico de cáncer de uno de sus miembros, se desbarata entre los que opinan que es genético, otros que invocan Boston, hasta los del «no hay nada que hacer». Las familias normales, se unen como una piña, ante la desgracia y la incertidumbre.

Supimos hacerlo en el 78, cuando los nubarrones de otro posible desencuentro aparecían en el horizonte. Entonces, sacrificamos postulados particulares y superamos venganzas, para aprovechar la ocasión y salir más unidos. Aquella España llegó a brillar en el 92 con las Olimpiadas y la Expo de Sevilla. El mundo valoraba y nos ponía de ejemplo. Supimos aprovechar aquella oportunidad, que llamamos Transición.

Pero los graves atentados del 11 de marzo de 2004, trastocaron completamente el panorama. Aparecía una nueva generación, aupada sobre las sacrificadas espaldas de sus mayores, que hicieron de la crispación política y social su modus operandi y supieron encontrar motivos para venganzas, revisiones históricas y desencuentros, a cambio de poder. Las elecciones del inmediato domingo día 14, que debieron posponerse dada la gravedad del atentado, ratificaron estos nuevos modos. «Nos interesa la crispación», declararía a micrófono supuestamente cerrado, un desgraciadamente recauchutado Rodríguez Zapatero, al mismo tiempo que la ciudadanía, una buena sanidad pública y prácticamente todas las instituciones del Estado, respondían con unidad al cruel reto del atentado. Para una clase política, no obstante, lo prioritario no fue perseguir a sus autores y cómplices, sino apoyándose en indiscutibles errores de gestión, que en momentos de tanta gravedad siempre aparecen, conquistar poder. Nunca olvidaré aquella mañana de marzo, cuando muchos militares destinados en Madrid, procedentes del corredor del Henares, acudían al más cercano botiquín del Cuartel General del Ejército en Cibeles, para curas de urgencia. Muchos, sin sus prendas de abrigo que habían dejado sobre el terreno para tapar restos de los fallecidos.Tampoco olvidaré el enorme trabajo que rozó la extenuación, de los forenses en una nave de IFEMA, muy bien coordinados por la entonces Subsecretaria de Interior, Dolores de Cospedal. Todos estos esfuerzos, más los de todos los hospitales madrileños y sus servicios complementarios, se diluyeron frente a una indeseable confrontación política.
Nos pusieron a prueba otra vez los yihadistas en el atentado de las Ramblas. Y perdimos una nueva oportunidad de unirnos contra ellos. Aún hoy, colean comisiones políticas, para saber si un fanático de Ripoll, era o no colaborador de nuestros Servicios de Inteligencia.

Tampoco se han apagado los ecos de la pandemia. No tengo la menor duda de que todos los sanitarios hicieron lo mejor que pudieron en beneficio de la mayoría. Y una sufrida ciudadanía, respondió con disciplina y serenidad, medidas cautelares durísimas. No se merecen hoy, que cierta clase política montada en la crispación, hable insensatamente de asesinatos, quizás para tapar las vergüenzas de compañeros de viaje, que con la tragedia hicieron caja.

El golpe de estado de la Generalitat de Puigdemont en 2017, puso a prueba otra vez nuestra consistencia como pueblo. Respondió el Estado, pero no nuestra clase política. Siguen activos odios residuales en Waterloo y en el propio Parlament, el arsenal de aquella bella ciudadela que cedió Prim a Barcelona.

La Valencia de finales de octubre ha sido la última prueba. No juzgo. Pero la desunión y las deslealtades han brotado nuevamente. Ni siquiera ha valido el recuerdo del «todos a una» de aquella España del 57.
Cuando miro con envidia a Alemania, en cuya Ley Fundamental se apoyaron los padres de nuestra Constitución, constato: imposible aquí, una grosse coalition, más necesaria que nunca.

Los titulares de Exteriores, Justicia, Defensa e Interior, tradicionalmente ‘puentes’ con la oposición dado su carácter de ministerios de Estado, son hoy reconocidos sectarios de su formación política.
Porque se ha vuelto a un culto a la personalidad, alejado de lealtades e incluso de libertades, más propio de sectas que de partidos.

Demasiadas ocasiones perdidas para pensar que formamos un pueblo fuerte que quiere tener voz en una Europa de 27.

Trump conoce nuestras debilidades: «si ya os cuesta poneros de acuerdo 27, ¿qué será cuando –corsos, valones, bávaros, catalanes, vascos, flamencos- seáis 53?

* Artículo publicado en «La Razón» el jueves 20 de marzo de 2023