La estación de la ceniza

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Dicen que la belleza está en los ojos de quien mira y no en lo que mira. El último poemario del joven poeta canario David Fajardo, «La estación de la ceniza», ganador de la sexta edición del Premio Internacional de Poesía Juan Rejano-Puente Genil, ha venido para demostrar que es posible hallar belleza incluso en el horror y la barbarie. Y la halla porque la lleva dentro, en lo más hondo, allí donde nacen los versos y los sueños. «La estación de la ceniza» es un ramo de poemas dedicados al holocausto de los campos de exterminio. A priori podríamos pensar que no tiene sentido escribir poemas sobre ese horror, pero lo tiene, claro que lo tiene, cuando quien los escribe es alguien con el talento y la sensibilidad de David Fajardo. Sólo un alma sensible y generosa como la suya puede escribir: «Esa pareja de abuelos/que pasea de la mano a orillas del Vístula/podríamos ser tú y yo,/ pero no lo somos/y jamás lo seremos./Abrazados esperamos,/temblorosos como el cabeceo de un ciprés,/que el oficial dé la orden/ y vuelen espantados los pájaros».

Uno de sus poemas, «La maleta», refleja como pocos lo que miles de niños inocentes debieron sentir en aquellos campos de horror, dolor y muerte: «Llevaré todos los abrigos,/el chocolate que mamá/no sabe esconder bien en el armario/y el avión de madera/por si hubiese que escapar/sobrevolando la gran llanura húngara./Se dice que para regresar a donde fuimos felices/ hay que dejar algún rastro a la memoria,/quizás algún cuento por leer,/un soldadito con batallas que librar/o la cama deshecha;/yo dejaré al otro lado de la calle,/donde aún permanecen húmedas mis huellas en el barro,/el reclamo oxidado de un columpio/ que aún se resiste a frenar nuestro último balanceo».

Fajardo abre su mirada para acercarnos no solo al dolor de las víctimas, sino también al de la ausencia o al de la cotidianidad de la vida con la muerte: «Papá llegó al caer la tarde,/y, como siempre,/ me arropó y me leyó historias/ de los grandes héroes arios;/tras su última caricia/me besó la frente como cada noche./Acomodando un anillo en mi dedo/me susurró al oído:/cuídalo, era de una niña/que lo perdió en la ducha».

A buen seguro que Juan Rejano, uno de los más grandes poetas de la generación del 27 injustamente condenado al olvido y que da nombre a este premio, se sentirá feliz y orgulloso de que la voz de David Fajardo haya quedado para siempre unida a la suya: «Me preguntaron/si echaría de menos escribir un poema,/pero nunca dejé de hacerlo./No hubo un solo muerto al que no le cerrara los ojos».