Ya vimos hace unos días hasta dónde llega el horror y la demencia cuando algunos líderes colocan sus proyectos políticos y sociales por encima de los individuos. La Alemania nazi y la Rusia estalinista son un ejemplo horrendo de lo que unos caudillos siniestros se propusieron. Podríamos referirnos también a Chile o Argentina, pero si buscamos la cúspide del espanto tendremos que detenernos en China, porque el régimen superó a todos los anteriores juntos en la exterminación masiva.
De Mao Zedong (1893-1976) se ha dicho que casi nunca ordenaba la muerte de alguien, como Stalin; ni quería destruir poblaciones enteras, como Hitler; pero fue culpable de la muerte de más personas de las que mataron Hitler o Stalin. No es poco «mérito», porque estamos hablando de quienes incurrieron en la grave responsabilidad de acabar con una masa ingente de personas. Se le atribuye una cifra espantosa, que probablemente sobrepasa los sesenta millones, muy por encima de toda la población de España. Y, a la simple muerte, hay que sumar las formas de lograrlo o acercarse: denuncias falsas e interesadas, torturas inauditas, juicios inexistentes o sin garantías, ejecuciones sumarias, suicidios provocados, trabajos forzados, hambre extenuante, anulación social, humillaciones públicas, campos para reeducar.
Una víctima, de quienes se impusieron realizar una limpieza absoluta de las instituciones y una transformación radical de la población, rememora lo que vio en tales centros: «Cuando se salía de allí el preso recibía un diploma, porque el campo era escuela y la detención, enseñanza (…). La autocrítica es un método muy eficaz. Cuando la persuasión no servía, el calabozo, la humillación. Elegían al preso más testarudo, para dar ejemplo. Dos días después el detenido salía cubierto de piojos y chinches. Recibía la comida en un bote de conserva. Le esposaban con las manos atrás. Se ve obligado a comer como un perro, no puede lavarse solo. Cuando salí del calabozo todo lo que pude decir fue: ‘Me arrepiento, prometo no cometer más errores’».
Pasados unos años, otro estudiante contó lo que había vivido: «El profesor denunció a dos colegas suyos en una asamblea en la que tomó parte toda la escuela. A partir de entonces llevaron sobre el pecho un rótulo que decía: ‘Soy un monstruo’. Les pasearon de aula en aula, donde recibían insultos y escupitajos. Les encargaron la limpieza de los baños. Todos los días debían confesar sus errores, uno por uno, sin tregua» (véase «Apocalipsis Mao», de Manu Leguineche). La opinión de los expertos es que Mao desencadenó este infierno, pero en un momento dado perdió el control.
Los historiadores han establecido tres períodos en los que se quiso consolidar el comunismo: la gran purga de los años cincuenta para eliminar contrarrevolucionarios; enseguida, el «gran salto hacia adelante» con el fin de imponer una acelerada industrialización sobre la tradicional economía agraria (millones de muertos a causa de una despiadada hambruna) y, por fin, incendiar el país con la guardia roja (1966 a 1976), que arremetió con ferocidad contra lo que sonaba a crítico o caduco.
En «El libro rojo de Mao», que se divulgó en Occidente con millones de ejemplares que muchos jóvenes convirtieron en su libro de cabecera, se lee: «El criterio supremo para juzgar las palabras y actos de un comunista reside en precisar si estos concuerdan con los más altos intereses de la abrumadora mayoría del pueblo». En realidad, se trata de seguir fanáticamente las imposiciones del «gran timonel», incluso de ir más allá: denunciar a padres, hermanos o maestros era prueba de fervor revolucionario.