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La magia del carnaval se basa precisamente en eso, adquirir el aspecto de lo que a uno le gustaría ser y que en muchas ocasiones, lo que realmente se oculta tras un antifaz o una sábana fantasmal, no es más que el ocultar a los ojos de los demás lo que realmente somos. Y en esa gigantesca coctelera entra de todo, niños con espíritu guerrero, adultos con aspecto algo más fantasmagórico que el que normalmente tienen en su vida normal y todo ello aromatizado de confeti y serpentinas multicolores.   

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No sé a ustedes, pero a mí el carnaval lo que me produce es que me obliga a desconocer a más gente. Quienes ya tenemos una edad de esas que los entendidos califican como de estar de vuelta de todo, se nos escapan algunas identidades, las de siempre. Dejas de encontrar por tu barrio esas caras conocidas y que como por arte de magia son sustituidas por otras totalmente nuevas, y no es que hayan cambiado de hábitat, porque te desplazas a otros puntos de tu ciudad y te ocurre lo mismo. Entonces casi sin quererlo te conviertes en un ser medio solitario, te sientas en la terraza de un bar con tu única compañía de tu sombra y los diálogos van convirtiéndose en repetitivos monólogos, es esa soledad que a lo mejor te has buscado por ser un cafre de esos de los que todos huyen. Tú y tu cafetito y un montón de horas por delante para que puedas pensar cómo has llegado a este punto.