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Mal político es aquel que no guarda miramiento en ensuciar las leyes con tal de gobernar porque si el poder político no protege las leyes, las leyes no protegerán al poder político, de tal suerte que el votante se convertirá en un ciudadano desorientado y manipulable. De ahí se han alimentado los golpes de estado y las asonadas. Con esos mimbres se han llenado las cárceles de inocentes y las cunetas de víctimas y verdugos, dejando el lastre de un espeso magma de sufrimientos. Pueblos y ciudades vandalizados por las armas del opresor, personajes siniestros de la historia que una vez alcanzado el poder, sin importarles ni el cómo ni las costas, se ponen de inmediato a tejer una tupida red de leyes y decretos que les protejan. En su supino egoísmo y perversa ignorancia, se llegan a creer que están en gracia de dios. Su hipocresía es ilimitada como la de sus actuales admiradores que tienen en el uso eufemístico de la palabra su peculiar caballo de Troya para penetrar en el recinto donde vive el personal asediado por aquellos que solo conciben un mundo a su antojo. Con todo eso se está haciendo un daño incalculable a la salud mental de un ciudadano normal.

No es una confrontación entre izquierdas y derechas, entre las políticas que se enfrentan con sus más floridos improperios para ensuciar la vida política, en el fondo subyace una especie de odio visceral por más que debería de achacarse al escaso nivel de las políticas actuales. En el mes de abril de 2024 dijo Feijóo: «La clase política es la peor en 45 años». La periodista Virginia Martínez le preguntó: ¿incluye ahí al Partido Popular? «Por supuesto. No estoy haciendo salvedades». Dicho de otra manera, estamos haciendo una política de muy bajo nivel y es un lamentable espectáculo ver a nuestros políticos en el parlamento tratando los problemas de la ciudadanía a cara de perro. La política tiene que servir para arreglar problemas, si no es así estamos haciendo una política que no sirve. Lo de izquierda y derecha como un hecho diferenciador se debe a lo que nos dejó escrito en sus memorias el barón de Gauville, diputado a la sazón de la nobleza en la asamblea de la Revolución francesa. El 29 de agosto de hace 235 años, para diferenciar a los que defendían su religión y su rey, se aposentaron a la derecha del presidente y los otros ocuparon la parte izquierda. Así, de esta forma tan peculiar, terminaba de nacer lo que ya para siempre sería la izquierda y la derecha, una pura casualidad. Con el tiempo, alguna parte de la derecha empezó a respirar políticamente a la derecha de la derecha y la izquierda, en igual actitud igual de extremada, se puso a la izquierda de la izquierda. Con esa manera barriobajera que algunos tienen de señalar al contario, donde se llegan a decir verdaderas barbaridades: ‘estalinistas’, ‘tiranos’, ‘cara duras’, ‘mafiosos’… adjetivos que se añaden a ‘p’alante’ o ‘que te vote Txapote’, ‘me gusta la fruta’ (aunque lo que dijo esta señora fue otra cosa).

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Si no respetamos las leyes no me extraña que no paremos en considerar el más elemental miramiento hacia el político que tenga ideas contrarias a las nuestras. En esta agresiva dualidad, no se tiene reparo alguno en criar focos de una política muy peligrosa, como si la guerra civil no hubiera sucedido jamás en España.

Hay gente que sabe cómo empezar una guerra. Lo malo es que luego no saben qué hacer para que termine. Y para cuando acabó, al vencido de aquí aún le quedaban muchos años de persecución, de cárcel, de torturas, de viaje de ida sin retorno a cualquier cuneta, fosa común, encima cavernaria o ¿al sopié de un olivo?, como Federico García Lorca, el día 18 o 19 de agosto de 1936. Quizá en el barranco de Víznar de Granada cuando terminaba de cumplir 38 años.